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Esquelas

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Necrologías 6

 

Siempre es bueno disponer de una red de confidentes perfectamente tejida en nosocomios y camposantos aunque pocas veces se obtengan grandes beneficios. Sin embargo, este pasado octubre, ocurrió algo especial, podría decirse que extraordinario. Llamó Ataúlfo, mi hombre en el Hospital XXX que, bajo el disfraz de celador y el alias de Juan Gómez Gallego, venía colaborando con discreción desde tiempos inmemoriales. Tenía material. De primera. Que me pasara a la tarde por la cafetería que me iba a enseñar una cosa muy interesante. Y así fue. La última epidemia había sido especialmente pródiga. Sobre la mesa de plástico, flanqueando el Cacaolat caliente y el cruasán súper grasiento, se encontraba una caja de cartón cuadrada que debió de contener, allá cuando Carracuca, un surtido Nebi o quizá dos o tres paquetes de marías Fontaneda. Él estaba excitado. Con la boca llena, clavándome los ojos saltones y moviendo la cabeza arriba y abajo me daba a entender, de modo simultáneo, que me sentara a su lado, que observara con atención el sucio recipiente y que imaginara lo muy valioso que era lo que ahora encerraba.

Brando fue emisor de gritos. Empezó como aullador en la azotea de la casa familiar del barrio de Sans y acabó dominando con sabiduría todos los resortes de la profesión. Nacido en 1930, tuvo la suerte de conocer durante la infancia a lo más florido del elenco zarzuelero que por aquellos años proliferaba en fiestas populares y saraos diversos. De voz potente, se hizo famoso por cantar las horas desde un rincón del bar La Pansa y, al llegar la televisión, por aparecer en un concurso de hombres orquesta. El Microcassete-Corder de la marca Sony que compré por cuarenta euros al corrupto funcionario recogía una muestra de su repertorio y, al final, un breve apunte biográfico. A la manera de Cela en las Series –Coleo, Orquis, Testis, Pis, Carajo- de su famoso Diccionario Secreto, Brando encasillaba sus gritos en familias sintagmáticas, casi léxicas: serie Caaabri, serie Tuliii, serie Papariiina, serie Jooog, y así una larga lista de capítulos musicales. Fallecido en la madrugada del veinte de octubre pasado, víctima de la influenza, dejó en el frío y húmedo aire de la ciudad de Barcelona un último y quebrado aullido –de la serie Orriii- emitido, en pijama y bata, dos horas antes de enmudecer para siempre, desde la terraza de la quinta planta del centro hospitalario.

De la oferta sólo me quedé con dos grabadoras. La Corder de Brando y una estilográfica registradora de voz, de factura más moderna. Otros cuarenta euros y Ataúlfo se evaporó más contento que Chupilla. ¿Qué había en ese artilugio sonoescribidor que mereciera tal dispendio? Sexo y poesía. La reina de la rapsodia, la poetisa excelsa, esa voz irresistible, aterciopelada, que cautivaba a todos los públicos con las interpretaciones cadenciosas de sus propios poemas, había dejado en ese tubo, para la historia de la literatura, un compendio de sus mejores versos en versión original, recitados con esa embriagadora fonética insular en la que no era difícil reconocer el repiqueteo del calafate, el rumor del arado entre algarrobos y el susurro del amasamiento de la harina. Fue en casa, cómodamente instalado en mi sillón favorito, cuando descubrí que había algo más. Como en las películas de espías rebobiné varias veces para lograr identificar unos ruidos complementarios que no podían ser azarosos. Pero no era el viento soplando en la arboleda, ni el tren alejándose entre la niebla intercalados entre poema y poema para mejorar si cabe la magia extrema de la palabra poética. Se trataba de vagidos, gemidos de naturaleza humana que sólo podían ser fruto de la práctica amorosa. Clara Isabel de Mantua grababa la emisión vocal de sus lances onanistas. Se ignora si fueron puestos ahí para complementar las fases de lectura o precisamente en esos espacios silenciosos resurgían de un fondo primitivo. También la gripe acabó con Clara. Con cincuenta y pocos años. Dos días después que Brando. De hecho, en la parte final del registro, mezclado a una barahúnda de sofocaciones, es posible distinguir un alarido, la aleya de serie Orriii que el aullador regalara.

 

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11 de febrero de 2017
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Necrologías 5

 

No son frecuentes los casos de doble muerte y menos aún los de doble nacimiento. Por eso produce una rara sensación la confluencia de ambos casos en un mismo círculo familiar o productivo. Leemos en la prensa que ha fallecido John Updike y, al tratarse de una noticia de agencia, su exposición no difiere demasiado aunque acudamos a medios muy alejados geográficamente o incluso de opuesta ideología y dispar tirada. Esta podría ser una muestra tipo del artículo en cuestión:

"El novelista estadounidense John Updike –Reading, Pennsylvania, 1932-, cronista del desencanto vital de la América de clase media, ha fallecido a los 76 años, tras una larga lucha contra el cáncer de pulmón, según ha informado su editorial, Alfred A. Knopf, en The New York Times."

Una crónica, un encabezamiento de una crónica que no revela nada especial para un lector no atento. En cambio, para los fanáticos de la información y para los seguidores de lo más granado de la literatura del siglo XX, este obituario sí tiene un particular interés. En el año 1966 se escribe un informe titulado “Otelo” que, al cabo de un tiempo, aparece publicado en el volumen misceláneo La hora oval; Barcelona; Llibres de Sinera; colección Ocnos; 1971. Dice así:

 

La huida en el coche festivo y cálido junto a la mujer que amo.

Así es el comienzo de la historia que yo debiera relatar. Después contratiempos de toda índole ensombrecen el propósito y la historia se diluye.

En marzo con los bolsillos llenos de dinero fresco adquiero la casa y ella dirigiendo un ejército de obreros meticulosos dispone el marco de nuestra aventura. Desde el principio se establece un clima de amor y tranquilidad que ninguno conoce hasta ahora: permanecemos abrazados con los ojos indagando en la blancura del techo favorito; las tardes aún frías en la terraza que da al mar; y la noche embrionaria y olorosa que nos convierte en animales recién nacidos.

 La sospecha aparece con los últimos días de primavera: allí donde se oye cantar al hombre una necesidad de acudir y la intolerancia propia de estas ocasiones que él me robe la hembra yo no puedo tolerarlo y decido acabar con el intruso. Luego se dijo que no iba a eso pero no hay pruebas de nada que lo confirme —aunque tampoco que confirme lo contrario— y obro conforme a lo que se espera y despeño al odioso.

 La locura convierte en falsas las apreciaciones más íntimas y así me aseguran que cayó un muñeco ayer mañana desde el balcón del dormitorio al arenal que bordea la roca. Falso pues yo mismo asesiné a John Updike ya en trance de cohabitar con la débil Lucía. Pero si deciden no creerme les mostraré el cadáver. En este país hay indulto para este tipo de crímenes.

 Bajamos cogidos fuertemente. Las escaleras de pino enano se arquean flexibles bajo nuestro peso y sus brazos me rodean. Hay un tallo húmedo recorriendo mi espalda cuando su lengua traspone el umbral y su vientre de pez espada me roza. Ahora se separa un poco y recoge un montón de algo que se desparrama aún por mi cerebro. La víctima creo. Y nuestro automóvil se aleja de la mansión de mis sueños.

 

El autor de este documento, que adelanta 43 años el perecimiento del escritor norteamericano, firma con seudónimo y, navegando en la red gracias a la incomparable herramienta conocida como Google, descubrimos cuál es su filiación verdadera: se trata del agrimensor Carlos Sanders Variosaires fallecido en Cúcuta, Colombia, en 1973, cuyos biógrafos no parecen ponerse de acuerdo en una cuestión tan principal como es el señalamiento exacto de su lugar de nacimiento, hasta el punto de que uno de ellos cita una entrevista realizada para un diario andino en la que Sanders proclama, con la mayor naturalidad, que “yo nací en Iquique... después de nacer en Washington nací en Iquique, en el Tarapacá chileno”.     

 

 

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30 de enero de 2017
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Necrologías 4

 

Conocí a Ricardo García Munarriz en la Universidad de Barcelona durante el curso 1962-1963. Vivaracho, casi nervioso, era ese tipo de persona que mantiene en ascuas a la concurrencia por la agudeza de sus consideraciones y lo chocante del modo de expresarlas. Capaz de dar un giro a la conversación sin perder un ápice de intensidad volvía de súbito a lo que antes se estaba tratando para así dejar descolocados a sus fatuos epígonos. Daba igual que fuera literatura, arte o ciencias de la naturaleza; Ricardo sabía de todo, disponía de una inteligencia natural que lo convertía en el ser plástico por excelencia: adaptaba los razonamientos, el léxico, los gestos, diría que el porte y las líneas de su rostro, a las características de sus interlocutores. Pienso ahora, desde la distancia, que Ricardo García era, ante todo, un farsante, alguien que con vastas y reconocidas lagunas en numerosos campos del saber lograba, mediante su encanto personal y unos elementales y misceláneos conocimientos, convertirse en el centro de atención y, me consta y me duele, en el mentor de condiscípulas no siempre poco agraciadas.      

Perdí su rastro en 1968. Yo había acabado Derecho e ignoro si él acabó Filosofía. Corrió entonces el rumor, quizá el bulo, de que había ingresado, como ornitólogo becario, en un centro pirenaico de investigación. Poco a poco su recuerdo se fue borrando y, nadie, que yo sepa, volvió a hablar de él en las tertulias y otros foros, al tiempo que se rompían los sólidos vínculos que había establecido con la prensa escrita donde, en aquellos años, su presencia, mediante artículos suyos o dedicados a su persona, era constante y abrumadora. Por eso hoy, nueve de febrero de 2009, al recibir un paquete remitido por Ricardo García Munarriz mi corazón ha dado un vuelco. Un pequeño y delgado paquete rectangular que me llega por correo postal ordinario y en el que con caligrafía vacilante, a bolígrafo de bajo precio, se escribe en el anverso mi nombre y dirección con algunos errores y, en el reverso, dentro de un círculo trazado en el ángulo superior derecho, los datos del remitente: R. García Munarriz / Farmacia, 3, 3º, dcha. / 28004 Madrid.    

“Querido Pedro”, dice la breve misiva en un papel suelto cuadriculado, “aquí tienes mi legado. Creo que eres merecedor de poseerlo porque fuiste la persona con quien sostuve más abundantes y extensas conversaciones sobre arte y literatura. Verás que junto a esta carta va un sobre. En su interior encontrarás anotadas las frases, las palabras que me han emocionado a lo largo de mi vida. Son pocas y forman tres bloques. Recibe un abrazo de tu amigo Ricardo que ya habrá muerto cuando me estés leyendo. En Madrid a las 11 horas del jueves 5 de febrero de 2009.” Llamé a mi abogado por si la comunicación de ese posible suicidio pudiera comprometerme y luego, ya con la policía avisada, el piso inspeccionado y el juez movilizado para levantar el cadáver, me dispuse a disfrutar con el ramillete de citas que iluminaron, sin duda, toda una existencia.    

  

De la prensa diaria:

 “Los preparativos para la Fiesta Provincial del Fiambre Casero.”

“Fueron compañeros de la sección de lengüetas.”

“Recorrió junto a Smith el circuito de garitos de mala muerte.”

“Donde la ciudad acaba, donde las ciudades son como islas, cortadas, de     límites definidos.”

“A su madre el suceso no le quitó el apetito de hacer música.”

“Discos eclécticos, repletos de dobles sentidos y simpáticos exotismos.”

“Una de las femmes fatales más intensas que ha dado el género.”

“El Baile de las Monjas de Roberto el Diablo, la Danza de las Monjas     Espectrales en el interior de la Catedral de Palermo. “    

“Vagaba por las calles de Baltimore con ropas que no eran las suyas.”

“En Formentera se cazaban las pardelas a mordiscos.”

“Millares de animales simples forman un cerebro colectivo que toma decisiones.”

“Nunca buscó simetría (estética) sino eficacia.”

“Una mujer paralizada de cintura para abajo y que se negaba a ir en silla de ruedas.”

  

En libros y revistas:

“Fue una picadura de escorpión que dejó una mancha en forma de escorpión donde picó el escorpión.” Sara. Frank Ferris.

Señora Píbodi. (Común)

Señora Bíguelou. (Común)

“Era una mujer de cara mutable, con un amplio repertorio de apariencias que iban desde la fealdad hasta un particular modo de belleza.” Ella. Jean de Erin.

 “Uno de mis defectos es que no he podido acostumbrarme a la fealdad humana.” El filo de la navaja. William Somerset Maugham.

“Las largas peregrinaciones hacen a los hombres discretos.” El licenciado Vidriera. Cervantes.

“Ningún artista tiene inclinaciones éticas. En un artista, una inclinación ética es un amaneramiento estilístico imperdonable.” Óscar Wilde.

“La filosofía es el manejo de lo obvio (o del sentido común, que es lo mismo) mediante el uso de herramientas sofisticadas.” Revista Pensar.

“Viajar es esa actividad en la que uno paga por sufrir todo tipo de incomodidades.” Selecciones del Reader’s  Digest.

“Le gustan las mujeres húmedas de sobacos.” Libro de Buen Amor.

“Un cazador con pinta de idiota.” John Berger.

 

En la calle: 

“Tenía oído de tísica.”

“La compré las mamaderas.”

“Era hijo de un sastre ambulante.”

“He llegado a casa y me he lavado la boquita.”

 

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23 de enero de 2017
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Necrologías 3

 

Murió Albino. Gigante, indeciso, gafas oscuras perpetuas, se le vio durante años pasear, detenerse agotado, apoyarse en las puertas como si fuera a entrar en las casas, vivaquear por ese lugar difuso que es la plaza España, Las Arenas y la avenida Gran Vía ya saliendo hacia el aeropuerto. Muchos debieron de hablar con él porque quedan testimonios de su pensamiento recogidos en la prensa y en varios libros de carácter ligero y misceláneo. ¿Vivía en...? Puede que en la calle Tarragona, en esa tupida red viaria que la flanquea en sentido descendente, en esas casuchas adosadas a los corrales del antiguo matadero, quizá no en una casa sino en un corral, en el corral que albergara a la ternera Celia, la que produjo las mejores carnes de 1956, las que permitieron que el chef Bartrés ganara el premio al mejor fricandó. Pero ahora ¿aún existen esas cuadras? Puede, pero nadie lo sabe con certeza. Quizá, en la base del más elevado de los rascacielos, dejaron un espacio, una burbuja hormigonada, para mantener en pie un minúsculo habitáculo de ladrillo ¿y adobe?: el cubil de Albino. “¡Qué rancho, devoraba ratas!” sentenciaba un malévolo, también los guardias, acicalados, le acusaban de ladrón: restos no sólo cárnicos, también algún pescado y la extraña fruta con sabor a heces. Hubo dos viajes, sarnosos, una turbamulta de pordioseros, enfermeros, clérigos, hermanas de la caridad. Primero a la Meca blanca, en Roma, en busca de la bendición. Segundo al África negra, a socorrer refugiados. Albino destacaba. Su porte. Su palidez. Su fuerte hedor. Peregrinos entre la guardia pretoriana vaticana. Sanitarios entre ventrudas criaturas y madres multíparas. El periodista juvenil y perplejo define a Albino como protoinventor. Cuenta en su columna del diario gratuito que “les regalaron bolígrafos bicolores y Albino supuso que con el rojo escribiría en español y con el azul en italiano (...) se trata de un genio en ciernes, esa maldición bíblica y real de las lenguas queda solventada con un ligero artilugio que nuestro hombre quiere desarrollar a partir de un souvenir de atrio de iglesia”. África no propició un invento de menor importancia. Albino anticipó a Lovelock y Sartori y comprendió que la solución no estaba en curar negritos sino en evitar que nacieran tantos. Enseñó a la corresponsal del Post una cacerola oxidada de la que colgaban cables al tiempo que le advertía que el dolor en esos países era insoportable y que con esta máquina, con el Detector-Medidor de Sufrimiento, iba a convencer de una vez por todas a las autoridades mundiales para que iniciaran una campaña seria y definitiva de control de la natalidad. “El problema hay que cortarlo de raíz”, repetía, “nada de parches, Albino no quiere ver más mujeres y niños sufriendo”. El fotógrafo Pablo J. Pérez obtuvo, estas Navidades, su última instantánea y sus últimas palabras. Acurrucado en el portal de la Casa de la Papallona, Albino se disponía a afrontar su última noche de vida, abrazado a una bolsa de plástico. “¿Qué llevas ahí?”, le preguntó J. Pérez, a lo que Albino respondió: “llevo un alijo de polvorones”. 

 

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16 de enero de 2017
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Necrologías 2

 

La misma viga para tres maridos. Cosma Blata Ballarín, la Bruja de Artal, casó por primera vez en 1941. Que su hombre se ahorcara aquella noche ventosa de final de la década no constituyó noticia. De hecho, hasta tiempos recientes, los suicidios, en días de viento, eran comunes en esos rincones pirenaicos. Incluso se hablaba de una sólida tradición afincada en determinados enclaves, como la viga de hierro atravesada sobre el hueco de la escalera, fácilmente practicable desde el rellano de la última planta de un inmueble ubicado en el casco antiguo de cierta ciudad de cierto lustre, un inmueble abandonado y con la puerta de la calle siempre abierta, que concitó tanta fama que un grupo de sorianos fletó una camioneta para trasladarse y aprovechar las ventajas de una instalación tan pulcra, accesible y carente de riesgo para los practicantes. Después, con los ayuntamientos democráticos, primero se tapió la entrada y luego se demolió el edificio. Pero el caso de Cosma Blata (Artal, 1919 – Zaragoza, 1981) tiene un interés añadido: la expectación y la fascinación que provocó en su segundo marido, y no digamos en el tercero. La expectación, el diario estado expectativo ante el curso de los acontecimientos, ante la aparición de pistas, por pequeñas que fueran, encaminadas a cerrar el círculo y, la fascinación, extrema, por el lugar del sacrificio: la cuadra vacía, primorosamente ventilada e iluminada, la viga de madera de quejigo pulida y exenta, los accesorios –soga y taburete- discreta pero acertadamente colocados en el rincón visible, al alcance de la mano. 

El juez encargado del levantamiento del segundo y tercero de los tenaces esposos pidió traslado. Aunque se dijo que no era por eso, que lo que quería era cambiar de aires atmosféricos. Obtuvo plaza. Quedó instalado en Andalucía, en una importante población de la campiña jiennense. Y allí, pasados los años, Julio Muñoz Salgado, escribió un libro. Unas memorias de su larga y prolífica vida de juez que, ciclostiladas, circularon por diversos mentideros siendo, a menudo, tachadas de mera enumeración y descripción vigorosa de levantamientos y levantados. Publicadas ahora en condiciones –Muñoz falleció en 1993- se comprueba que hacen particular hincapié en tres singulares escenarios: la cuadra de la casa de la Bruja de Artal, el bloque de viviendas ciudadano con puertas abiertas a cualquier diletante y, un tercero, de gran espectacularidad y sentimentalismo. El juez Julio Muñoz Salgado (el libro se titula Memorias sosegadas de un funcionario servidor de la ley y la justicia  y ha sido editado por la venezolana Fundación Losilla) pormenoriza, sin recrearse, el proceso de suicidio de los ‘mocicos viejos’ en el olivar de la provincia de Jaén. El ‘mocico viejo’ es el equivalente del ‘tión’ altoaragonés, el miembro de la familia campesina acomodada que malvive, soltero, a la sombra del padre y que luego envejece rápido bajo la aceptación despechada del heredero casado. Una figura poco envidiable que arroja los mayores índices de muerte voluntaria y los mayores índices de fidelidad al procedimiento. 

El olivo, tótem indiscutible del paisaje, sufre, signo de los tiempos, un cambio en su fisonomía; se arrancan los ejemplares de gran porte, los cargados de años pero de baja productividad, reemplazándolos por ejemplares jóvenes, las llamadas ‘estaquillas’, que no tardan en convertirse en maduros productores aunque no ofrezcan garantías a la hora de colgarse de sus ramas. El juez escribe: “A menudo, los infortunados, mueren no por ahorcamiento sino por destrucción craneal al tener que saltar numerosas veces y golpearse contra el suelo por la poca altura de la rama elegida y, dada la bisoñez de la misma, su gran flexibilidad. Bajo el maravilloso cielo azul de estos campos no me ha resultado extraño levantar, diría mejor, caritativamente, recoger, en un mismo día, más de un magro cuerpo con la cabeza ensangrentada y achichonada”.

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9 de enero de 2017
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Necrologías 1

 

El novelista Bruce “Snake” Tenser falleció el pasado 27 de diciembre en el St. John’s Health Center de Santa Mónica, California, a los 83 años de edad víctima de una inflamación intestinal conocida como colitis isquémica. Tenser, noveno hijo de una familia de inmigrantes judíos lituanos, se abrió camino en el incierto mundo de los cantantes adolescentes de su localidad natal -Júpiter, Florida- gracias a la brutalidad de sus baladas. En 1940, recién cumplidos tres lustros, acepta escribir mensualmente, en un diario local, una columna de carácter escatológico. En 1944 crea el detective Farmer McDevlin, personaje que ayudado por el conserje corrupto de un viejo hotel resuelve de modo impecable los frecuentes crímenes de la ficticia ciudad de Atenetia. La década de los cincuenta supone el espaldarazo definitivo a su obra literaria: inicia la publicación, en pulps y fanzines, de historietas protagonizadas por un infrahombre, el pétreo coronel Lawrence, que movido por un intenso odio a la raza humana no deja, prácticamente, títere con cabeza. “Lawrence es un soldado”, sintetiza la propaganda, “que no responde a ningún precepto, su furia aniquiladora se ceba siempre en los más débiles ya que considera, acertadamente, que apenas tienen capacidad de respuesta”. Tenser, gana, en 1964, el premio que concede una asociación de lectores de novelas policiacas vinculada a los rosacruces y que según su agente literario, John Carlino, “aquilata a la perfección la estima que la obra de Bruce despierta en el pueblo americano”. Con The Gin Game (1972) consolida el primer puesto en la lista de autores de novela breve. “Una narración”, se apunta en la contraportada, “de ritmo trepidante, de estilo seco y descarnado, en la que una mujer negra y sorda, Tammy Klinger, de profesión cocinera, recorre Estados Unidos practicando certeras hemorroidectomías a novicias y monjas atrincheradas en monasterios y conventos”. La experta viaja en un Chevrolet blanco y azul del 54 a cuyos mandos, y para cualquier tipo de necesidades, se halla Bruce Tenser apodado “Snake” por la longitud y sinuosidad de su miembro. El éxito de la obra anima al autor, y a su agente, a utilizar de nuevo a los dos héroes en la siguiente entrega: Gunsmoke Miracle (1974). De hecho, en los treinta títulos que vendrán después, se mantiene la misma estructura narrativa al tiempo que, la cocinera Klinger y el agente Carlino, van equiparando sus personalidades hasta resultar, en bañador, indistinguibles.

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3 de enero de 2017
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Enemigos

 

Su larga vida y su carácter algo áspero le granjearon tenaces enemigos, cuyos nombres llevaba anotados en la moleskine que le regaló su hijo por Reyes. Cada mañana, a eso de las once, se acercaba a la iglesia del Carmen para ver si entre las esquelas pegadas en la fachada había alguna que le alegrara el día. De la lista ya habían caído muchos y este invierno estaba siendo singularmente pródigo: 11 de enero, Carlos “Negro” Sánchez Peragón; 15 de enero, Sixto “Maromas” Caballar González; 14 de febrero, Antonio “Carpetas” Jarne Providencio; 2 de marzo, Beto “El Bestia” Ara Sangermán; y hoy, el más odiado, Fernando Pérez Magriñán, sin un alias definido pero de aspecto desagradable y retorcida conducta. Fue a tacharlo de la lista y, de golpe, comprobó, sorprendido, que Magriñán era el último. Tardó en reaccionar y reaccionó muy mal. Llegó a La Ciudadela y de una patada derribó al centinela. Le arrebató el arma. Y se voló la tapa de los sesos. Sí, no eran dos vulgares tópicos sino dos definitivas verdades; “el que no tiene enemigos no es absolutamente nadie” y “la vida sin enemigos carece de sentido”.     

 

  

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22 de diciembre de 2015
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