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Elisa Martín Ortega y los cuidados en el lenguaje

Por 9 de junio de 2025 junio 12th, 2025 Sin comentarios

Sònia Hernández

Los primeros poemas de La piel cantaba, el revelador poemario de la escritora y profesora de la Universidad Autónoma de Madrid, además de traductora de El Cantar de los Cantares, Elisa Martín Ortega (Valladolid, 1980) comienzan con versos que son afirmaciones inquietantes: “Me da miedo escribir”; o bien constataciones de lo evidente que requiere una segunda mirada para encontrar el sentido de la redundancia o de la contradicción: “Amanece temprano”. Aseveraciones inmediatas e incisivas mediante las que lo primero que se reivindica es el lenguaje, que aparece in media res para evocar todo el universo que se extiende tras él. Buena parte de sus poemas indagan en la necesidad del lenguaje, pero también la necesidad de todo lo que se extiende antes y después del lenguaje.

Muchas de las reflexiones o hallazgos que se producen en La piel cantaba, aparecido en 2024 en la colección Cálamo Poesía de la editorial Menoscuarto, están estrechamente relacionados con el no menos iluminador ensayo La belleza en la infancia, que publicó en 2022 la editorial Eolas Ediciones. Allí, a partir de la etimología y de la observación de la escritora, se describe la infancia como una época previa al lenguaje, cuando toda la comunicación es a través de emociones, miradas y símbolos. Ésa y no otra es la capacidad expresiva de la poesía. El ensayo está magníficamente fundamentado con citas de poetas, filósofos, lingüistas e incluso profetas. Con ello, la autora no sólo consigue un análisis que apela a la lectura como experiencia fundamental –en su sentido más estricto–, sino que defiende la importancia del sentir –descrito como la unión de pensamiento y emociones– para hallar significados con los que construir la mirada y el pensamiento.

Su maternidad le permite un lugar para una observación con muchos recursos. Así, se detiene en la amnesia infantil, el olvido de los primeros años de vida, para trazar de cero el personaje en que nos convertimos. Me viene a la memoria un fragmento de la canción Rugen las flores, de McEnroe: “El día en que yo te encuentre y se me borre la memoria / para dejar todo su espacio y que lo ocupe nuestra historia”.

El olvido de los recuerdos de los primeros años de vida coincide, según la narración de Martín Ortega, con el reconocimiento de la propia piel como límite, un tema habitual tanto en el ensayo como en sus poemas. Recupera el cuento de la mamá oso que tejió piezas de ropa con la intención de que su cría acabara dándose cuenta de que lo que más le protegía era su mullida piel. Es evidente la metáfora sobre la entrada en la madurez y la toma de conciencia como individuo. En nuestra piel se marca la separación entre lo que somos y sentimos y lo que empezamos a saber que está fuera.

A lo largo del camino, también puede suceder que renunciemos a la responsabilidad que supone poseer la piel y que deseemos dejar de percibir nuestra propia forma, como sucede en la oscuridad: “Si no amanece / me pondré un vestido de estrellas, / si no amanece. / Un vestido de noche / para aguardar / el alba que no llega. (…) Ojalá la belleza / de lo oscuro durara / un poco más, / y me cubriera / de pétalos / en la pequeña cáscara de nuez, / pequeña / como la uña del dedo meñique, / amoratada, / negra, brillante, / amarillo limón, / resplandeciente.”

La piel nos define y por eso la cubrimos para ser menos vulnerables. Sólo la mostramos en la intimidad, a excepción del rostro. Con él nos presentamos al otro y nos buscamos en las expresiones de los demás, de los seres amados, de aquellas personas a las que hemos ubicado en una zona de no agresión, de refugio. La intimidad permite reconocernos en el otro, reflejarnos en su mirada. Por eso reconocemos sus emociones incluso sin el lenguaje, y por eso también queremos evitarles el dolor y, por tanto, cuidarlos. El cuidado es un concepto importante para Martín Ortega.

Cuidamos a quien amamos porque nos cuidamos a nosotros mismos, o al revés. No nos enamoramos del otro, porque es inaprensible, aunque en la infancia nos parezca imposible que no seamos parte de quien más amamos. Nos enamoramos de nosotros mismos, del prodigio que es descubrirnos: la conciencia que de pronto es consciente de sí misma. Como si fuera posible verse desde fuera.

Se produce un constante desplazamiento del sentimiento y de la percepción que es motivado por el deseo, otro protagonista en nuestro sentir. La autora cita a José Ángel Valente para reforzar la idea de que anhelamos el deseo del otro hacia nosotros para que “nos haga existir”. Y sólo somos conscientes de esa existencia cuando pasa por el corazón por segunda vez, es decir, cuando se recuerda: “El pensamiento y la emoción integrados bajo la acción de recordar”.

Tanto en el ensayo como en los poemas, se argumenta y se muestra cómo el cuerpo, y con frecuencia el dolor que provoca –la finitud, la herida, la enfermedad–, nos conforma y nos ofrece refugio. Es lo único tangible cuando la realidad no existe porque nos disolvemos en la naturaleza de la que formamos parte, como el cielo: “El cielo azul / de esta mañana / ha robado mi llanto. / Se lo ha llevado / con su luz, y me ha dejado sin voz, / sin cuerpo, ni un dolor donde ocultarme. / La realidad no existe.”

El lenguaje tampoco resulta infalible para aprehender la realidad: “Qué pena las palabras.” Al final sólo somos lo que sentimos, en un sentir que necesita pasar por el pensamiento y ser recordado para existir, ser visto desde fuera, narrado, a pesar de todo.

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Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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