
Roberto Herrscher
El lunes 15 de enero a mediodía, seis horas antes de que aterrizara el avión de Alitalia que traía al Papa Francisco a Santiago de Chile, un millar de carabineros ya se desplegaba por la Alameda, la principal avenida de la capital. Los vendedores ambulantes que todos los días venden gaseosas y empanadas, voceaban hasta desgañitarse las banderas con el escudo del Vaticano, los rosarios y las chapitas con la cara del Papa.
Pero faltaba la gente.
“¿Por qué no llenan las calles?”, preguntaba perpleja una joven inmigrante venezolana. “¿No se dan cuenta de que es el Papa?”
Sí, es el Papa, pero esta visita se vive en Chile de forma muy distinta a la única visita papal anterior, de Juan Pablo II en 1987. En los estertores de la dictadura militar, Karol Wojtyla apareció en el balcón del palacio presidencial de La Moneda con Augusto Pinochet, pero la Iglesia chilena era vista como una fuerza moral de la sociedad: más del 70 por ciento de los ciudadanos se reconocían como católicos, y tanto la mayoría de los curas de las poblaciones pobres como muchos obispos clamaron por los derechos humanos y por la vuelta a la democracia.
Hoy la democracia está consolidada, pero menos de la mitad de los jóvenes se consideran creyentes y, en palabras de una joven escritora chilena, “en 1987 la Iglesia representaba la unidad nacional; hoy no representa a nadie”. Hoy el país es más ateo y más volcado a los cultos protestantes.
Además la iglesia está cuestionada por su complicidad con la pederastia. El caso del poderoso sacerdote Fernando Karadima, denunciado en 2010 y que dio lugar a una película de éxito, hizo bajar drásticamente el prestigio de la curia. El obispo de la ciudad sureña de Osorno, Juan Barros, quien fue mano derecha de Karadima, se convirtió en esta visita en símbolo de la exigencia a Francisco de que haga algo concreto para mostrar que no se tolera y se castiga el abuso sexual. Así lo pidieron teólogos críticos y una carta firmada por muchos ciudadanos de Osorno.
Frente a la Universidad Católica, le pregunto a un carabinero cuántos uniformados se despliegan en las calles.
“Demasiados”, me dice.
El número oficial son 18.000. Algunos de ellos persiguen a pequeños grupos de manifestantes, que muestran carteles contra la pederastia de los curas y la desigualdad social y económica. Pero la respuesta de gran parte de la población es la indiferencia. En encuestas y en redes sociales, predomina el hastío y el cuestionamiento por el costo de la visita (más de 10 millones de dólares en tres días) y por el hecho de que el gobierno decretara feriado cada día de la visita en las ciudades en las que estará el Papa.
Son las dos de la mañana del martes. El padre jesuita José Luis Carca pregunta al medio millar de feligreses que se juntan en el Colegio Ignasiano para iniciar la peregrinación al Parque O’Higgins: “¿Se han fijado lo agredidos que hemos estado?”
El sacerdote llama a su grey a recuperar el afecto de la población, y rescata el gesto de Francisco: desde el aeropuerto, fue a rezar a la tumba del ‘obispo de los pobres’ Enrique Alvear. “Hace 30 años lo tildaron de marxista-leninista y hoy lo homenajea el Papa”.
Comienza la peregrinación en medio de la noche. Nadie saluda a los peregrinos, que lucen gorras y camisetas moradas con el lema del Papa “Quiero una iglesia pobre para los pobres”. Pasamos frente a balcones vacíos y ventanas oscuras. Solo crepita una lámpara en la entrada del Night Club Delirio. Una señora mayor con poca ropa, de piernas rotundas surcadas de cicatrices, casi la única persona que vemos en nuestro peregrinar, se sumerge en la penumbra del antro.
Cada 10 metros, nuestro recorrido se ve interrumpido por los vendedores de parafernalia papal. Las banderas primero están a mil pesos (1,65 dólares); después a 500; ya a las puertas del parque, se consiguen tres banderas por mil.
En las afueras del Parque O’Higgins a las tres de la mañana miles de jóvenes voluntarios orientan a los feligreses. El que toma mi entrada comienza la frase, que supongo es común para los que frecuentan las iglesias en la era de Francisco: “Todo es amar y…” Ante mi ignorancia, completa la sentencia: “… y servir”. Y sonríe beatíficamente.
Son las ocho y ya pica el sol. Tras una larga noche de frío a la intemperie para muchos de los 400.000 asistentes a la misa, se escucha por los parlantes una marcha militar. Es la llegada del Papa al Palacio de la Moneda, para ser recibido por la presidenta Michelle Bachelet. Desde las pantallas gigantes vemos y escuchamos los discursos: Bachelet recuerda el año (1960) en que el entonces sacerdote Jorge Mario Bergoglio estudió en Santiago. Francisco llama a escuchar a los indígenas, los migrantes, los niños, los ancianos.
En su único gesto de autocrítica, el Papa manifiesta “el dolor y la vergüenza por el daño causado a los niños por parte de ministros de la Iglesia”. Expresa su apoyo “con todas las fuerzas” a las víctimas “para que no se vuelva a repetir”. Esta mención provoca los mayores aplausos en el Parque O’Higgins. En la tarde del jueves el Papa se reunirá a puertas cerradas con un grupo de víctimas. Pero si bien pidió perdón y expresó vergüenza, para los medios chilenos y buena parte de la opinión pública, en el momento de las medidas concretas, Francisco sigue en deuda.
Son las diez de la mañana, y castiga un sol implacable. Ante un una melodía ramplona con ritmo machacón (“Chile una mesa para todos/Chile una patria donde todos podamos estar”), el papamóvil recorre el parque y comienza la misa.
En su homilía, Francisco cita al recordado jesuita chileno San Alberto Hurtado: “Si quieres la paz, trabaja por la justicia”. Esto despierta el mayor aplauso de la mañana. Pero entre los cientos de obispos y sacerdotes de blanco impoluto que rodean a Francisco se encuentra Juan Barros, el encubridor de Karadima.
A la tarde Francisco visita la cárcel de mujeres. Una representante de las internas denuncia el encarcelamiento de madres menores de edad y las condiciones del sistema que acoge a sus hijos. La frase más contundente del día la dijo Nelly León, Capellana del centro: “En Chile se encarcela la pobreza”.
Ante las presas, el Papa, en un discurso improvisado, apela a su memoria cultural de porteño: cita el tango Yira Yira de Enrique Santos Discépolo: “Todo es igual, dale que va, que allá en el horno nos vamos a encontrar”. Las presas, que conocen la amargura de los tangos, le dedicaron su primer aplauso.
“No todo es igual”, dice el Papa. Pero en el único gesto concreto que le pedían, acogió al obispo cuestionado por complicidad con el pederasta. Joge Mario Bergoglio no apartó del rebaño a los sospechosos de ser lobos disfrazados.
Una versión más breve salió en portugués el miércoles 17 de enero de 2018 en La Folha de Sao Paulo
http://www1.folha.uol.com.br/mundo/2018/01/1951074-ante-chile-desencantado-papa-nao-afasta-bispo-que-acobertou-pedofilia.shtml