
Roberto Herrscher
Yo tenía 19 años y el pelo por los hombros. Mi novia, mi primera novia, tenía el pelo casi por la cintura y vestía faldas de colores. Íbamos de mochileros a Bariloche. Cruzamos a Chile, y el paso fronterizo, un gendarme con cara de piedra le quitó a mi novia las flores silvestres que yo le había regalado esa mañana y las arrojó en un horno.
Era una campaña contra las plagas que se transmiten por animales y vegetales. No se podía pasar con productos frescos por la frontera. Pero ese policía fronterizo echando las flores con asco en un horno fue para mí una de esas escenas potentes, de las que refuerzan una idea apelando a los sentidos.
¿Me caían mal los chilenos? Supongo que en esa época hubiera respondido: "Sí, como a todo el mundo". Eran el otro, el que estaba del otro lado.
¿Cómo cambié? No empecé por un sentimiento: ni la empatía ni la simpatía ni mucho menos la tolerancia.
No: poco a poco, día a día y año a año, yo me fui acercando a ver, preguntar, oler, entender, hasta comprobar que el otro es otro yo.
¿Qué estás haciendo?, le pregunté a un artesano chileno hace seis años, cuando entré a su tienda en Puntarenas, en la punta sur del continente, a comprar pilas para mi grabador.
Yo estaba en un viaje de investigación para mi libro Los viajes del Penélope. Acababa de aterrizar de las Islas Malvinas y estaba a punto de volar a Santiago, y de ahí a Buenos Aires.
El artesano chileno estaba grabando plaquitas para los soldados del regimiento. Para que se supiera quiénes eran cuando sus cuerpos no fueran reconocibles.
¿Vos también hiciste el servicio militar?, le pregunté. Y me contó que la instrucción consistía en perseguir una oveja y degollarla con la bayoneta. Y yo me acordé de la bayoneta de mis compañeros de ejército, en 1981, atacando a un muñeco de paja y gritando "¡Muerte al chileno!".
Obviamente, la instrucción chilena preparaba mejor para la guerra. Para la paz, ahí estábamos, en medio del frío patagónico, el hombre de las plaquitas y yo, recordando el servicio militar y cómo nos habían enseñado que el otro era el enemigo y había de aniquilarlo.
Y yo sentía que era yo el siguiente en la línea, que ya había pasado el chico de campo que mató su oveja sin problema, y que ahora me tocaba a mí: tenía que agarrar mi oveja, ante la mirada del teniente.
* * *
Verlo desde adentro y en ese proceso, verme a mí mismo desde afuera, desde su lugar. El periodismo narrativo, al acercarse, compartir mucho tiempo, vivir la vida del otro, aprende a ver que lo que pensábamos que era exótico es en realidad muy cercano a nuestra propia experiencia.
Pero también nos permite vernos a nosotros mismos, a nuestro grupo, sociedad o generación, desde afuera. Vistos de muy cerca, todos somos rarísimos.
En Argentina, cuando uno escribe un artículo donde aparece un chileno y no quiere repetir mucho la palabra, en la segunda o tercer mención pone `transandino’. El chileno es el que está del otro lado de los Andes. Nosotros estamos del lado de acá. Ellos, los transandinos, están del lado de allá.
Cuando me presentó un profesor en la primera conferencia que dí allá, en la Universidad Católica de Valparaíso, les dijo a los asistentes: "Tenemos al profesor transandino Roberto Herrscher".
Y yo lo miré y pensé: ¿Cómo transandino? ¿Transandino yo? ¡Si son ustedes!
Es obvio: para ellos la montaña está hacia el este, y del otro lado, nosotros. Desde su lado, el transandino soy yo. ¿Qué pasaría si los judíos y palestinos tuvieran la misma palabra para unos y otros? Y los católicos y protestantes en Irlanda, y los serbios y croatas…
O sea que yo creía que ellos eran trasandinos, y resulta que en Chile el transandino soy yo. Pero hay que meterse mucho en la casa del otro para verse a sí mismo con sus ojos.
En definitiva, todos somos transandinos del otro. La montaña que los hombres tenemos que cruzar para acercarnos a la forma de ver el mundo de las mujeres es la misma que tienen que cruzar ellas, ustedes. Entre nosotros y nuestros padres, entre nosotros y nuestros hijos, entre nosotros ciudadanos de a pie y los dueños del mundo, entre nosotros los blancos y los inmigrantes africanos, hay una montaña. Hay que cruzarla.
Y el camino para cruzarla es iniciar un relato. El relato del viaje.