
Roberto Herrscher
Escribir en el encierro. En pleno cuarto mes de cuarentena, volví a buscar esta crónica que publiqué hace un cuarto de siglo en el diario La Nación de Costa Rica. Corría aquel lejano invierno de lluvia y calor en San José, y yo me pasé un par de semanas en dos cárceles del valle central acompañando a un grupo de educadores que realizaban talleres de poesía para presas y presos. Fue una experiencia transformadora para mí. Aprendí mucho de humanidad de esas personas enjauladas. Eran mis inicios en la crónica. Espero que leerla ahora les guste y les sirva para pasar estos días de encierro.
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"Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir…” Esa es la receta que da el poeta Virgilio Expósito en el tango “Naranjo en flor”. La receta sirve, entre otras cosas, para tener algo que decir. En las cárceles pocos sienten inclinación por la poesía. Algunos no saben leer, muchos no saben escribir, pero todos aprendieron a sufrir, y, por eso, cuando los invitan a tomar la pluma, salen chispazos de sentimiento puro.
Los presos ya no llevan cadenas, como en los años cincuenta, la época que describe José León Sánchez en su novela verídica La isla de los hombres solos. Las cadenas van por dentro. Hoy, los centros penitenciarios de Costa Rica tienen departamentos de educación formal y no formal, capacitación profesional y talleres facilitados por las mismas autoridades, así como cursos impartidos por grupos externos.
El Instituto Latinoamericano de Prevención y Educación en Salud (ILPES) está impartiendo talleres de creación, autoestima, agresión, SIDA y prevención en el centro para mujeres El Buen Pastor, y cursos de computación y asesoría en la elaboración de un periódico, La Gaceta Penitenciaria, en el penal para varones San Sebastián. Pude participar en varias sesiones de los talleres de poesía en ambas instituciones carcelarias.
Aquí se cuentan historias poco “poéticas", si la poesía se entiende como privilegio de una clase, un grupo de eruditos, el lujo de los que no tienen que ganarse cada pedazo de pan; pero las historias tal vez contengan poesía en un sentido más oscuro, más áspero, más profundo.
“Si mi suegra no me quiere…”
Entra junto con los otros presos a la Sala de Cómputo del Penal de San Sebastián. Es un joven moreno, de bigote fino. Apenas se sienta, se empieza a mover en su silla, pero no abre la boca.
Por entre las rejas negras se cuela el calor del laberinto de la prisión. El hacinamiento es un número: 1.090 internos donde debería haber un máximo de 475. El hacinamiento es también es un vaho, un olor a muchos hombres, un murmullo incesante punzado por gritos, risas y llamados. En la Sala de Cómputo, los diez hombres empiezan a hablar desde su lugar, en una rueda improvisada con las sillas, pero el ruido de afuera dificulta la conversación.
Lo que traen en las manos son poesías. Las traen con reverencia, sabiendo que son parte importante de su identidad. Unos hablan del amor que los espera, o que ya no; otros meditan sobre la libertad interior y las horas perdidas rodando por las calles; hay quienes se quejan de injusticias y olvidos.
Dice que se llama Rafael Antonio Guillén Pineda y que viene de Granada, Nicaragua: “Hice unos versitos”, empieza a dictar lentamente, con una mezcla de picardía y pudor en la voz:
Del cielo cayó una rosa,
mi madre la recogió.
Se la puso en el cabello
y qué linda le quedó.
En el patio de mi casa
sembré una mata de maíz.
Si mi suegra no me quiere
yo le quiebro la nariz".
En medio de la risa cómplice que sigue, confiesa que no sabe leer ni escribir. “Ni siquiera los números. Es que me enteré que iba a venir un periodista, y quería que usted le escribiera a mi mamá, que está en Nicaragua y no sabe que estoy aquí”.
Estos versos jocosos aprendidos en la infancia fueron su pasaporte para que lo escuchara un periodista. Pero no está ejerciendo ninguna mentira ni engaño: los versos pertenecen a quien los necesita, y nadie necesita hoy esas rimas más que Rafael Guillén Pineda.
¿De quién son los poemas?
En el Centro Penal para mujeres El Buen Pastor hay más espacio; hay verde, sol y la vista de las montañas de Aserrí, tan cerca y tan distantes.
S., una joven que aprendió, creció y vio mucho en la calle, es la última de una docena de internas que muestran sus poemas con la misma seriedad con la que hablan de sus vidas. En el poema, el espacio se cubre de pájaros negros, el tiempo se detiene a dentelladas de serpiente y la tierra se abre en la hora exacta de la ruina; pero, de pronto, a los versos les surgen soldados, napalm, campamentos y ojos rasgados.
La poesía está hecha de retazos de experiencias, lecturas, imágenes que sorprendieron sus ojos y despertaron su imaginación. S. no estuvo en Vietnam, pero vivió la guerra de la sordidez y el hambre, y sobrevivió.
“El primer trabajo es leerse uno mismo. Uno lee una y otra vez, y se da cuenta que dentro de uno hay mucho. Nadie nos va a comprender si no nos comprendemos nosotros primero. Para saber cómo soy, escribo; para entender y para escaparme. A veces, hablo con alguien y creo que me entiende, pero no es así”, dice S.
Poesía en la cárcel: como flores abriendo sus colores entre las hendijas de una piedra vertical. Hay angustia gritando más fuerte que la vocinglería del pasillo enrejado. Hay soledad que estalla en el hacinamiento. Hay un mapa de la desesperación calcado con las uñas en la pared de la celda.
Es tan difícil para estos hombres y mujeres sacar palabras propias para hablar de la experiencia penitenciaria. Muchos se aferran a los versos más entrados en la carne, los boleros y rancheras de la radio, con sus “tú" y sus juramentos exorbitados. Otros buscan la rima a toda costa, como un defensor novato que se lanza siempre a donde debería estar la pierna del goleador. En ocasiones, la extirpación de un poema debe doler demasiado como para ponerse a embellecer y corregir.
Sin embargo, en todos los versos salta el deseo de ser conocidos como individuos que sienten y piensan. Sus bajezas, miserias y secretos fueron un día lanzados al aire; pero también tienen sueños, pasiones, ideas y propuestas. Los presos-poetas tienen historia y quieren tener futuro, no sólo sucesos.
“Amor, libertad, justicia…"
Gustavo M. dice: “Acá, en la cárcel, aflora la parte espiritual, la contemplación de la angustia, la soledad. El éxtasis del sufrimiento nos hace llorar en silencio, sin lágrimas. Germina en algo que uno no conoce. ¿Cuál es mi dirección? La respuesta es incertidumbre. Entonces uno empieza a escribir poemas sin tinta ni papel. Descubrimos que podemos ser libres interiormente, y eso desemboca en pensamientos, poemas, divagues. Todos somos héroes en la historia de nuestra libertad. El hombre que se siente libre proyecta su libertad dondequiera que esté. Un poema puede ser una de esas proyecciones”.
Habló así, todo de corrido. Evidentemente, se había dicho a sí mismo esas palabras muchas veces. Ahora las repetía como si estuviera en el examen final en una prisión que es la universidad más importante de su vida.
Los ojos de I. M. son intensos y expresivos, pero miran como desde otra habitación. “Tengo un dolor muy profundo, de muchos años. Lo expreso con la poesía, para ver si una mano amiga se acerca y pregunta: ‘¿Qué te pasó? ¿Qué te hirió?’. Quisiera que haya más amor y comprensión: para eso escribo. Mis temas son tres: falta de cariño, falta de comprensión y lo herida que estoy por dentro".
Julio M. lleva varios años en San Sebastián. Prefiere que de él se sepa que escribió: “Te extraño como el desierto ha de extrañar sus lluvias”. Todos sus poemas son para su “alma gemela”, que siempre tiene formas de mujer. “Escribir es para mí una necesidad de comunicarme, de sentir que hay alguien del otro lado. Aquí adentro estamos aislados. El otro día me vino a ver una amiga y me hizo el mayor elogio que me pudo haber hecho. Me dijo: ‘Ahí guardo la copia del poema que me escribiste cuando no me conocías’”.
Guido tiene cuatro días de encierro. Ya decidió el tema de su primera poesía: “Es sobre la experiencia más dura de mi vida. Ayer fue la primera visita de mamá".
Para “Dumbo", en cambio, la cárcel no es una experiencia nueva. Viene entrando y saliendo del reformatorio desde los 8 años. Ahí aprendió a meterse dentro de sí mismo como una tortuga. “El principal problema es la bulla, que me saca de mí mismo". Por eso pinta murales en las paredes, paisajes donde huye cuando se siente oprimido. Palmeras, mar, una isla, pájaros que vuelan a lo lejos…
¿Sobre qué temas escriben? “Amor, libertad, justicia", resume uno. Casi todos los internos dicen que el día que salgan, se tomarán el primer bus para la playa.
"Las compañeras me piden que les escriba algo bonito para el novio"
Magaly vino de Pereira, Colombia. Prácticamente lo único que conoce de Costa Rica es el penal El Buen Pastor. Dice que escribe poemas cuando las compañeras le piden que les escriba algo bonito para el novio. “¿Para mí? Sólo cuando estoy contenta. Entonces escribo sobre el amor. Trato de estar bien, pero no siempre me sale. Igual, yo soy romántica, me salen corazones por los ojos".
Su compatriota M.O. también busca lo positivo. “Escribo sobre lo bueno que pasó en el día. Lo malo lo evito". ¿Qué es lo malo?, pregunto. Magaly piensa un rato. “La gente que no ha vivido una experiencia como ésta no puede saber lo que se siente y se vive aquí. Pero no escribo para ellos, escribo para mi conciencia".
"Acá el 90 por ciento somos madres. Tenemos razones para seguir adelante; nuestros hijos nos esperan", dice María Eugenia, una mujer grande y sólida. “Yo tengo tres hijos, y ante ellos asumí el rol de padre y madre. Nosotras cometimos un grave error, pero ellos sufren también. Escribí mi poema cuando mi hijita cumplió tres años. Ahí expresé cosas que tenía muy profundas. Pero no se vaya, le voy a traer algo".
Sale un momento y vuelve con unas fotos. Hay una niña con vestidito de domingo que le sonríe a la madre que no despega los ojos de la fotografía. “Yo les pido a mis hijos que me perdonen tanta ausencia…" No puede seguir. Se escapa entre sollozos antes que termine de desvanecerse su solidez de madraza.
Ya cae la noche sobre Desamparados cuando cruzo el portón de El Buen Pastor. A la salida, el guarda, muy atento, me devuelve el documento y revisa minuciosamente los asientos y la cajuela del auto. En el bolso, sólo encuentra papeles. “Pase adelante", invita, cortés.
Aprovechando la oportunidad, se escapan todos los poemas.