
Roberto Herrscher
Lo escucho cada día. En la radio, en discursos políticos, en conferencias y clases, de parte de alumnos y sobre todo de profesores.
Después de usar dos veces la misma palabra o idéntica expresión, quien habla exclama sonriendo “valga la redundancia”. Y así, mágicamente, se perdona a sí mismo y nos explica que la redundancia que acaba de cometer es aceptable … porque quien la perpetró así lo determina.
Pero no. La redundancia no vale.
Si yo hubiera escrito en la frase anterior: “…que acaba de cometer es aceptable … porque quien la cometió así lo determina (valga la redundancia)” eso significaría que yo no tenía un sinónimo o una solución creativa a mano para el verbo “cometer”, que mi vocabulario es limitado, que no me di el tiempo o el esfuerzo de pensar en una palabra como “perpetró” para evitar caer en repeticiones.
Es verdad que al hablar cometemos muchos errores y repeticiones. Pero este es el único error que tiene su propia frase de autoindulgencia. Decimos “valga la redundancia” … y ya está. Mágicamente, la redundancia vale.
Y como hace tanto que existe y se celebra, ya ni siquiera se la entiende como un pedido de disculpa. No: “valga la redundancia” es un orgullo, una medalla de honor. Lo resaltamos para que a nadie se le pase. Es como decir “el ladrillo del castillo … ¡mira, hice un versito!”
No señor, es una cacofonía. Hay que volver atrás y arreglarlo. Suena feo.
A veces pienso que “valga la redundancia” es la marca de este universo de Youtubers, Instagramers, magos y hadas de la televisión 24 horas sin parar. La improvisación, la espontaneidad, son los valores máximos de este momento. Y nada más espontáneo que lo que se nota dicho a las apuradas, sin pensar antes de hablar, sin buscar la vuelta creativa para no caer en la redundancia. Muchas de las frases que se hacen virales, memes, repetidas millones de veces, valen por ese carácter impensado. No tienen ningún sentido gramatical. Por eso son verdaderas. No pudieron haber sido escritas de antemano ni planeadas.
Discúlpenme, pero yo soy de la vieja guardia. Mi maestro en el buen decir era el maestro peruano Víctor Hurtado Oviedo, el jefe cascarrabias y puntilloso que tuve el privilegio de tener en la agencia Inter Press Service en Costa Rica. Con la misma carcajada de desprecio contestaba don Tito Hurtado un elogio a su odiado Luis Miguel. Si uno osaba decir “valga la redundancia” en su presencia, él hubiera bufado con sorna: “Estás diciendo: valga mi mediocridad”.
Pero hoy hay pocos editores y pocos maestros como él.
En un viejo cuento de Hermann Hesse que le encantaba a mi papá, un editor de diario, que imagino con los rasgos magros cortados a cuchillo del mismo Hesse, siempre regañaba a los jóvenes reporteros cuando escribían que un hecho policial era triste, dantesco, horripilante, trágico, impensado. Se enojaba sobre todo con los cansados comienzos de “cuando se levantó en la mañana, el señor August no sospechaba que terminaría destrozado bajo las ruedas de un carruaje”.
Los jóvenes reporteros lo odiaban. Pero siempre le hacían caso y sabían que su poda de adjetivos y sentimentalismo mejoraba sus textos.
Un día el editor murió. Encargaron al más bisoño de los periodistas escribir el obituario. El aprendiz puso la hoja en su ruidosa máquina de escribir y tecleó: “Trágico deceso de un prestigioso periodista”.
De pronto, el joven sacó la hoja del carrete y con la vieja pluma del maestro tachó la palabra “trágico”.