
Roberto Herrscher
Regularmente se les pregunta a los profesores de periodismo de Estados Unidos cuál es el mejor libro de periodismo narrativo de la historia. Una y otra vez el primer lugar lo obtiene Hiroshima, de John Hersey.
Es un logro impresionante para libro tan corto: son 152 páginas en el original en inglés, y 184 en la traducción al castellano (Turner, 2002) por el novelista colombiano Juan Gabriel Vázquez.
La estructura es simple y diáfana: sigue a seis personas – un religioso alemán y cinco japoneses, tres hombres y dos mujeres – quienes se encuentran en la ciudad de Hiroshima cuando estalla la primera bomba atómica de la historia, el 6 de agosto de 1945, a las 8:15 de la mañana. El relato cuenta qué estaba haciendo cada uno en los instantes anteriores al súbito resplandor, qué hicieron en los minutos, días, meses y años posteriores.
Su composición es rigurosa, matemática, pero dentro de su exactitud vibran la emoción y la poesía, como en una fuga de Bach. De los cinco capítulos, cuatro fueron escritos en 1946, un año después del suceso, y el último en 1968. Cada capítulo tiene seis partes, correspondientes a cada uno de los sobrevivientes.
En el primer capítulo, Un resplandor silencioso, el autor sigue a cada personaje mientras realiza sus actividades cotidianas, sin saber que está a punto de caer la bomba que cambiará la historia de la guerra e iniciará una nueva era mundial.
Por ejemplo, la señorita Toshiko Sasaki, empleada de la biblioteca de una fábrica de estaño, acababa de volver a su oficina tras arreglar la sala contigua para una reunión, y se había sentado frente a su escritorio, de espaldas a los estantes con libros. En ese momento se le ocurrió algo para decirle a la chica de su derecha.
“Justo al girar la cabeza y dar la espalda a la ventana, el salón se llenó de una luz cegadora. Quedó paralizada de miedo durante un largo momento (la planta estaba a 1.462 metros del centro).”
“Todo se desplomó, y la señorita Sasaki perdió la conciencia. El techo se derrumbó de repente y la planta superior de madera se hizo astillas y los que estaban sobre ella se precipitaron hacia abajo, lo mismo que el tejado. Pero lo principal y lo más importante fue que las estanterías que estaban justo detrás de ella se volcaron hacia delante, los libros la derribaron y ella quedó con la pierna izquierda horriblemente retorcida, partiéndose bajo su propio peso. Allí, en la fábrica de estaño, en el primer momento de la era atómica, un ser humano fue aplastado por libros”.
Cada vez que leo este párrafo me entra un escalofrío. Casi todo el libro consiste en el relato de lo que sucedió desde el punto de vista de los personajes. Diálogo corto, directo, y descripción de lo que se ve y se oye. No hay interpretación ensayística ni floreos literarios. Hasta esa frase final, que golpea como una maza, por lo imprevista.
En una primera lectura podría parecer una descripción más, como todo lo anterior: efectivamente, la señorita Sasaki fue aplastada por libros en el primer instante de la era atómica. Pero la escena es también una acertada y profunda metáfora. Es la cultura, la ciencia, el avance del conocimiento para hacer a la vez el bien y el mal lo que aplastan a un ser humano, y con él, al género humano.
El segundo capítulo, El fuego, y el tercero, Los detalles están siendo investigados, siguen a sus seis personajes por las horas y los días de espanto y caos que siguen a la tragedia bíblica que cayó sobre sus cabezas y que no entienden. Parte del poder de Hiroshima está en esa forma de llevar al lector, mediante las acciones de los personajes y sus decisiones sobre lo más inmediato y concreto, a sentir que acaba de pasar algo totalmente nuevo, incomprensible.
Esa misma semana había muerto más gente en bombardeos ‘convencionales’ en Tokio que por la bomba atómica en Hiroshima. Y si el eje está en el sufrimiento, el antiguo método del degüello, que se empleó cada día de la guerra, es mucho más espeluznante.
Hoy se cumplen 80 años del día en que la bomba atómica destruyó Hiroshima. ¿Por qué seguimos hablando del horror de la bomba atómica? En parte porque inauguró la era atómica, porque fue el preludio de un desastre mundial que todavía no se produjo. Y también por el horror que produce lo desconocido, lo incomprensible, lo impensable hecho realidad.
Para los lectores norteamericanos de John Hersey, acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial. Habían sido cuatro años de encarnizadas batallas en el Pacífico con los crueles violadores de Asia, los japoneses fríos e inteligentes y al mismo tiempo kamikazes descerebrados, totalmente incomprensibles. Y él quería que sintieran la explosión de la bomba atómica como si fueran ciudadanos japoneses en Hiroshima.
Podía haber empezado por la mente, la idiosincrasia, la cultura japonesa. ¿Cómo era la señorita Toshiko Sasaki? ¿Cómo había sido educada? ¿En qué creía? ¿Estaba de acuerdo con el militarismo demente de la aristocracia militar que metió a su país en la guerra y conquistó la mitad de Asia?
Pero no, Hersey comenzó por los detalles concretos de lo que cada uno había visto, escuchado, olido antes y después de la explosión de la bomba. En vez de reforzar la diferencia, buscaba las sensaciones y acciones que nos hacen iguales. Si nos cae encima una estantería con libros, nos sentiremos igual que la señorita Sasaki.
¡Pobre señorita Sasaki! Obligarla a recordar cada momento, cada detalle, cada conversación que escuchó entre las brumas de su desmayo mientras duró su calvario.
Pero Hersey, hijo de misioneros protestantes y con fuertes creencias religiosas, supo desde el principio que era su deber preguntar más y más, llegar más al fondo, exprimir a sus seis víctimas hasta que le dieran lo que necesitaba para contar así la historia de los sobrevivientes de Hiroshima.
Cuando la revista salió a la calle provocó una conmoción. Hacía menos de un año que había acabado la guerra, y la cobertura del ‘frente del Pacífico’, con su pintura deshumanizada de los soldados japoneses, estaba todavía en la memoria de todos los lectores.
No conozco otro caso de un texto tan profundo y tan claro en sus propósitos que lleve al público de un país que acaba de ganar una guerra a la mente, la sensibilidad y el sufrimiento de sus vencidos. En todas las demás guerras – y en la Segunda Guerra Mundial también, claro está – apenas acabada la guerra los periodistas, ensayistas y escritores se afanaron siempre por contar historias de los héroes propios y por armar relatos de los sátrapas a los que acababan de vencer. Pero con su tono suave y mesurado, John Hersey se lanzó a contar lo que estaba haciendo la señorita Toshiko Sasaki minutos antes del resplandor.
Su tema, claro, no era sólo el sufrimiento de un grupo de civiles japoneses (que también, como dicen los españoles). Era la bomba atómica. El libro cuenta lo que pasa cuando explota esta forma radicalmente nueva de arma de destrucción masiva. Explica de forma directa y clara lo que le sucede al cuerpo humano cuando le estalla cerca una de estas bombas; por ejemplo, al cuerpo de la señorita Sasaki. Lo que le sucede a una ciudad; por ejemplo, a Hiroshima.
La bomba atómica transforma al país donde cae y al país que la arroja. En su aparente simplicidad Hiroshima mostró para siempre las infinitas posibilidades del periodismo narrativo para contar con precisión y arte los principales dramas de nuestro tiempo.