
Ficha técnica
Título: Nikola Tesla. El genio al que le robaron la luz | Autora: Margaret Cheney | Editorial: Turner | Prólogo de Nacho Palou, editor del blog www.microsiervos.com | ISBN: 978-84-7506-878-7 | Encuadernación: Rústica con solapas | Dimensiones: 14 x 22 cm | Páginas: 424 | Traducción de Gregorio Cantera | PVP.: 28 € | Publicación: enero de 2010
Nikola Tesla. El genio al que le robaron la luz
Margaret Cheney
Hoy pocos recuerdan a Nikola Tesla, pero gracias a él se enciende la bombilla cuando pulsamos un interruptor. Fue el inventor de la corriente alterna, y además el padre de tecnologías visionarias en su época como la robótica, la informática o las armas teledirigidas.
Tesla trabajó para Edison, con el que acabó enfrentado en la «guerra de las corrientes» (alterna contra continua), y disfrutó del mecenazgo de prohombres como Westinghouse o J. P. Morgan, que crearon sus imperios gracias en parte a los descubrimientos de Tesla.
Nikola Tesla es el paradigma del inventor genial, pero negado para la vida práctica, lleno de manías, compulsiones y fobias. Y su vida es la historia de un fogonazo de luz que sigue brillando, con el homenaje de quienes le reconocen como «el padre de la tecnología moderna».
UN MODERNO PROMETEO
A las ocho en punto un caballero de noble aspecto, entrado ya en la treintena, sigue los pasos de un camarero hasta la mesa que normalmente ocupa en el Palm Room del hotel Waldorf-Astoria. Con disimulo y a despecho de la privacidad que busca el renombrado inventor, la mayoría de los comensales se queda mirando a ese hombre de buena estatura, delgado y bien arreglado.
En su mesa, y como de costumbre, dieciocho impolutas servilletas de lino. Hacía tiempo que Nikola Tesla había renunciado a analizar su debilidad por los números divisibles por tres, la morbosa repulsión que le inspiraban los microbios o, ya puestos, el tormento que representaban las innumerables e inexplicables obsesiones que lo reconcomían.
Distraído, desdobló una tras otra las servilletas y procedió a frotar los ya relucientes cubiertos de plata y las copas de cristal, dejando una pequeña montaña de tela almidonada encima de la mesa. A medida que le presentaban los platos, calculaba mentalmente el volumen del contenido de cada uno antes de dar el primer bocado; si no lo hacía, no disfrutaba de la comida.
Quienes acudían al Palm Room con el único propósito de observar al inventor quizá reparasen en que no miraba la carta. Como siempre, le habían preparado de antemano el menú, siguiendo las indicaciones que había dado por teléfono, y no se lo servía un camarero, sino el maestresala en persona.
Mientras el joven serbio cenaba sin mucha hambre, William K. Vanderbilt se acercó un momento para afearle que no ocupase con más frecuencia el palco de su familia en la ópera. Al poco de haberse alejado, un caballero con aspecto de intelectual, barba a lo Van Dyke y unas gafas de cristales al aire, se acercó a la mesa de Tesla y lo saludó con sincero afecto. Aparte de dirigir una revista y escribir poesía, Robert Underwood Johnson era un hombre que buscaba ascender en la escala social, un vividor bien relacionado.