
Ficha técnica
Título: Nada que temer | Autor: Julian Barnes | Editorial: Anagrama | Traducción: Jaime Zulaika | ISBN: 978-84-339-7526-3 | Colección: Panorama de narrativas | Precio: 19 euros | Páginas: 304 | Publicación: Febrero de 2010
Nada que temer
Julian Barnes
Julian Barnes creció en una familia cuyas experiencias religiosas podría decirse que eran, como mínimo, tenues. Su hermano filósofo, Jonathan Barnes, personaje relevante en este libro, después de ir a un par de servicios religiosos recuerda haberse sentido en ellos como un «niño antropólogo entre antropófagos».Y a la pregunta de cómo perdió la fe, responde que no la perdió nunca, porque nunca la tuvo. Julian Barnes tampoco cree en Dios, pero dice que le echa de menos. Y así comienza este libro que es, entre muchas cosas más, una irónica y divertida memoria familiar -con vívidos retratos de sus abuelos, sus padres, y su hermano filósofo, pero también de sus ancestros literarios, los escritores que le acompañan cada día-, una meditación sobre nuestra condición de mortales y el miedo a la muerte y, finalmente, una intensa, punzante celebración del arte y la literatura.
«Espléndidamente escrita, y también divertida… Nada que temer es un libro que está compuesto con una astucia notable, al modo proustiano… Julian Barnes tiene una inteligencia vivaz, y una voz muy particular, que da a sus oscuras meditaciones una cierta ligereza, e incluso alegría» (Frank Kermode, The New York Review of Books).
«Julian Barnes pertenece a esa familia de espíritus para quienes la verdad circula por los caminos secundarios. No se enfrenta a su miedo, sino que lo rodea, en una conversación distendida, llena de meandros y digresiones, con los escritores que ama, Montaigne, Stendhal, Evelyn Waugh, Somerset Maugham, los hermanos Goncourt. Y, claro está, Flaubert» (Mona Ozouf, Le Nouvel Observateur).
«¿Qué es este libro? Sin duda, una obra maestra. ¿Y qué no es? No es una novela, ni un ensayo en sentido estricto, ni tampoco una autobiografía. ¿Y qué es, entonces? Una fantasía, un paseo deslumbrante por los temas favoritos de Barnes: la literatura, la música, Francia, pero también Dios, la religión y la muerte. Admirablemente construido -sin que se note el esfuerzo-, maravillosamente escrito, y fabulosamente ilustrado por citas, a cual más sabrosa» (Bibliosurf.com).
Principio del libro
No creo en Dios, pero le echo de menos. Es lo que digo cuando se aborda el asunto. Pregunté a mi hermano, que ha enseñado filosofía en Oxford, Ginebra y la Sorbona, qué le parecía esta declaración, sin revelarle que era mía. Contestó con una sola palabra: «Sensiblera.»
Hay que empezar por una persona: mi abuela materna, Nellie Louisa Scoltock, de soltera Machin. Era profesora en Shropshire hasta que se casó con mi abuelo, Bert Scoltock. No Bertram ni Albert, Bert a secas: bautizado, llamado e incinerado así. Era un director de escuela con ciertas dotes para la mecánica: un hombre de motocicleta y sidecar, más tarde propietario de una Lanchester y, después de jubilado, de un deportivo Triumph Roadster bastante pretencioso, con un asiento delantero para tres personas y dos individuales cuando se bajaba la capota. Cuando les conocí, mis abuelos se habían afincado en el sur para estar cerca de su única hija. La abuela fue al Women’s Institute; encurtía y envasaba, desplumaba y asaba las gallinas y gansos que criaba el abuelo. Era menuda, de apariencia transigente, y tenía los nudillos gruesos de la vejez; necesitaba jabón para sacarse la alianza de casada. En el ropero conyugal abundaban los cárdigan tejidos en casa, y el abuelo solía ponerse suéters de ochos. Tenían citas periódicas con el callista y pertenecían a la generación a la que los dentistas aconsejaron extraer todos los dientes de una sentada. Esto era por entonces el rito de tránsito normal: pasar de un salto de una dentadura desastrosa a una enteramente de porcelana, a todo aquel deslizamiento y tableteo bucal, a la vergüenza social y al vaso espumeante en la mesilla de noche.
La sustitución de los dientes por dentaduras postizas nos parecía a mi hermano y a mí tan grave como procaz. Pero en la vida de mi abuela había habido otro cambio enorme al que nunca se aludía en su presencia. Nellie Louisa Machin, hija de un obrero de una fábrica química, se había criado como metodista; los Scoltock, por el contrario, eran anglicanos. En algún momento de su vida adulta, aún joven, mi abuela había perdido de repente la fe y, en el conciliador relato de la tradición familiar, encontró un sustituto: el socialismo. Ignoro lo firme que había sido su fe religiosa, o cuál era el credo político de la familia; lo único que sé es que la derrotaron cuando se presentó como candidata del partido socialista para el cabildo local. Cuando la conocí, a principios de los años cincuenta, había evolucionado hasta el comunismo. Debió de ser uno de los pocos pensionistas ancianos del Buckinghamshire suburbano que compraba el Daily Worker y -como nos repetíamos mi hermano y yo- distraía dinero de casa para enviar donaciones al fondo de campaña del periódico.
A finales de los cincuenta tuvo lugar el cisma chino-soviético, y comunistas de todo el mundo tuvieron que elegir entre Moscú o Pekín. Para la mayoría de los fieles europeos no fue una elección difícil; tampoco lo fue para el Daily Worker, que recibía tanto fondos como directivas de Moscú. Mi abuela, que no había pisado el extranjero en su vida, y que vivía en una cómoda casa de una planta, por motivos no declarados decidió sumarse al bando de los chinos. Yo acogí esta decisión misteriosa con un franco interés personal, ya que al Worker lo complementaba ahora el China Reconstructs, una revista herética enviada directamente por correo desde el lejano continente. La abuela me guardaba los sellos de los sobres, de un color amarillo grisáceo. Las revistas solían festejar logros industriales -puentes, embalses hidroeléctricos, los camiones fabricados en las cadenas de producción- o bien mostrar diversas variedades de palomas en pacífico vuelo.