Muchas veces me pediste que te contara esos años
Juan Cruz Ruiz
Una confesión que rebasa los límites del pudor.
Muchas veces me pediste que te contara esos años es un libro sobre el amor y el periodismo y sobre el paso del tiempo. Escrito con la fuerza de la melancolía y de la memoria, es una narración que atrapa a los lectores con la contundencia de los testimonios desesperados y también con la ternura de las cartas de amor.
Tras Ojalá octubre, el autor sale del entorno de su infancia para narrar qué ha ido hallando por el mundo, como el periodista extrañado que es y que continúa sorprendiéndose de lo que sucede y de lo que encuentra. Muchas veces me pediste que te contara esos años es, por lo tanto, un libro de muchas aventuras y de muchas ciudades, desde Milán a Londres, de Buenos Aires a Madrid, que arranca de su experiencia como periodista y ahonda en una literatura dominada por la evocación y por la poesía.
Capítulo 1
Muchas veces me pediste que te contara esos años y ahora estoy ante un ordenador Vaio, un aparato potente y grande que compré porque lo vi funcionando en otra mesa y me pareció atractivo y manejable, y suficiente para las necesidades de escribir, y ahora está aquí, ante el mar de siempre, el mar está ahora remansado y feliz, como si hubiera cumplido una tarea urgente y viniera a descansar ante mí, largo e inmanejable como el viento del verano, aquí está el ordenador y aquí está el mar y aquí están la música de las mañanas y la memoria que viene con el sol y éste eres tú cumpliendo más años, mucho más viejo que nunca en tu vida, estás a punto de cumplir 60 años, estás ahí, sentado en la penumbra, el mar y su sonido entran por una rendija blanca que le has dejado abierta a la puerta, estás solo, una pierna tuya descansa sobre un almohadón y aún tienes pendiente tu herida, quince puntos, uno a uno, y yo escuché el sonido sibilante de la aguja coser y coser y coser, así hasta el infinito sobre la piel fresca pero anestesiada, el dolor sería insufrible si el médico cosiera sobre la piel fresca, la aguja deja tras de sí ese sonido sibilante, como el de mi madre cuando cosía los pantalones de dril, un accidente, nada, usted se va a reponer en seguida, pero ahí sigue la pierna, reclama atención pero duele tan sólo cuando piensas en ella, es, me decías, un dolor de menor cuantía, todo es un dolor de menor cuantía si lo comparas con los dolores grandes que hay en las noticias que se producen en el mundo y en la vida, los montes quemados, las casas derruidas, las bombas en Irak o el dolor en los rostros de los verdaderamente enfermos, los que no tienen cura ni herida, cuya enfermedad es sorda y permanente y está a punto de quitarles de su cara el último rastro de la alegría, este dolor no es nada si lo comparas, por ejemplo, con la miseria en los barrancos donde alguna vez quisiste ir conmigo, vivíamos como si el tiempo fuera ya para siempre eterno y tú fueras a tener para toda la vida esos años con los que subiste al avión la primera vez que te vi o la primera vez que viajaste conmigo o la primera vez que yo viajé, y tú sabes, lo sabes por lo que ya leías entonces o por lo que escribías, que escribir, y leer, y recordar lo escrito, e incluso tacharlo, o recordar lo leído, e incluso tacharlo, era una hermosa aventura, acaso lo mejor que se puede hacer en la vida y en el mundo, pero mucho antes que escribir o leer está viajar, eso dijiste, eso dices ahora, pero aquí estás, sentado, qué se hizo del viaje, estás sentado, sólo se escucha tu ruido, hablas solo, pero sé que me escuchas, gacela, te sigo llamando gacela, ahora que escucho el sonido del teclado y escribo la palabra gacela me viene al alma como un recuerdo veloz, estás y no estás, es una alegría y un dolor, escribo gacela y es una alegría y un dolor, siempre fue así, la plenitud y el fracaso siempre dándose la espalda como en un duelo a primera sangre. Gacela.