Los nuestros
Luis Harss
El minuto uno del Boom.
La foto fija que anticipó un fenómeno literario sin precedentes en nuestra lengua.
En el año 1964, Luis Harss emprendió un viaje por Francia, Italia, México y por todo el continente americano con el fin de trazar el retrato literario y psicológico de quienes consideraba los diez autores latinoamericanos más representativos del momento. Borges, Asturias, Guimarães Rosa, Onetti, Cortázar, Rulfo, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa «posaron de buena gana». El resultado de esta aventura honesta y desinteresada fue que, sin proponérselo ni adivinar lo atinado de su predicción, Harss creó el canon y la carta de navegación de un fenómeno aún incipiente que más tarde se llamaría Boom.
«La década del sesenta puede muy bien ser un momento decisivo. Nuestra novela está todavía a prueba. Es demasiado pronto para saber si las pocas figuras realmente notables que asoman en las penumbras son una casualidad o una promesa. Pero si la diferencia entre un accidente y una tradición está en el encadenamiento del esfuerzo común, el futuro se ve propicio. Hoy por primera vez nuestros novelistas pueden aprender los unos de los otros. Cada cual hace su camino propio, pero forma parte de un mismo universo de la imaginación. Hay acumulación y el comienzo de una continuidad. En este sentido podemos hablar del verdadero nacimiento de una novela latinoamericana.» Luis Harss, 1966
Prólogo arbitrario, con advertencias
Hace pocos años éramos un continente de poetas. Se los veía, iluminados, en los cafés, en los tranvías. En algunas ciudades estos favoritos de las musas viajaban gratis en los omnibuses. Los novelistas no gozaban de este privilegio. A la poesía la transportaba el prestigio. La novela era más bien panfletaria y pedestre.
Nuestros primeros hombres de letras pertenecían a esa pequeña élite culta que practicaba el arte menos por necesidad vital que como un entretenimiento entre amigos, un ornamento del ocio. Sus normas, importadas de academias europeas, eran el refinamiento y la sensibilidad. Se expresaban en latín, en «castellano» (un ideal de pureza lingüística sin regionalismos) y en portugués clásico. Producían bellas letras, artes de salón en las que no se jugaba nada esencial. El concepto de vocación artística como compromiso absoluto del hombre entero no existía. No lo permitían las condiciones históricas que ocupaban la atención en actividades más urgentes, ni el ambiente social. Y sin ese compromiso no hay novela. Es que la novela, como la fe, es envolvente y en cierto modo, abismal: un género monomaníaco que sólo puede vivir peligrosamente. El que se lanza por sus caminos, como el cruzado, acomete contra el mundo, se tira de cabeza, con todo lo que tiene, a la quiebra o la salvación. La novela es egocéntrica. Se entrega para poseerse. Y para tocar fondo requiere introspección, una interioridad sostenida: es decir, el tiempo personal que se hace posible en una sociedad más evolucionada donde puede haber un sentido en profundidad de la conciencia individual.
No sorprende, entonces, que se hayan adelantado los poetas. Líricos, épicos, patrióticos. A veces de largo aliento.