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Ficha técnica

Título: Los libros arden mal | Autor: Manuel Rivas | Editorial: Alfaguara | Colección: Hispánica |  Páginas: 616 |  Fecha de publicación: 25/10/2006 | Género: Novela |  Precio: 22 € | ISBN: 8420467936 |  EAN: 9788420467931

Los libros arden mal

Manuel Rivas

EDITORIAL ALFAGUARA 

La lavandera que ve películas en el fluir del río, el boxeador anarquista, el balón del Diligent, el cantante de tangos, la cabeza de la mujer negra, la Rosa Taquigráfica, la coccinella septempunctata, el coleccionista compulsivo de Biblias… Los libros arden mal es un universo poblado de voces insólitas, de memorias que retumban o murmuran de forma inolvidable, verdadera literatura donde todo está en vilo.

 

Extracto del libro:

El abuelo Maiarí cazaba las noticias con la punta de hierro de su bastón bengala. Tenía preferencia por las amarillentas, untadas por el rocío, llevadas al azar por los mismos senderos de las hojas secas, aunque el papel de las noticias vuela un paso atrás, gallináceo, en solitario. Hojas de árboles y hojas de periódicos, desatadas de la fecha, se mueven por el Oeste en rebaños deshilachados, de una transtornada melancolía. A veces se acurrucan en el quicio del portal de una casa abandonada, cubiertos de mugre, como el pellejo de un animal doméstico que volvió del viaje de la noche con la bofetada fría de los muertos y no fue capaz de encontrar el hueco de la gatera. En el monte de la Torre, en el alto en que se yergue el faro de Hércules, algunas de esas hojas peregrinas prenden en los matorrales espinosos y se hacen carne seca. Pero hay algunas, pocas, que entran en una elevación, suspensas en el puro vagar, tatuando el viento. Esas eran las preferidas por la punta de hierro del bastón bengala de Antonio Vieira, el abuelo Maiarí. Ahí viene una. Hace como que no la ve. Y de repente, ¡zas!, la bengala se mueve como un arpón en aire, hace una parábola y espeta la noticia en el sendero abierto por los pies en la hierba blanda. La expedición es por el acantilado de Gaivoteiro, pasando por la gruta conocida como Furna do Touciño, y algo hay de ave marina en el pedazo de papel. Una última agitación de plumas timoneras. Mairí dejaba el gobierno de La Linterna de Aristóteles, la casa de ultramarinos, y escogía el comienzo del verano, el mejor verano, según él, para pasar una temporada en Coruña. Venía a ver los barcos. No era ninguna disculpa ni una forma de hablar. Era la verdad. Toda la verdad. Se levantaba muy temprano para ir al Muro, la lonja del pescado, donde descargaban los pesqueros del Gran Sol. Aunque allí sólo se vendiese en subasta, y en lotes grandes, conseguía siempre algún pescado, con preferencia sollas y doradas. El nunca las comía. No le gustaba el pescado, sino los barcos. Así que con el tiempo llegué a pensar que la razón de aquella compra era también conseguir noticias, en este caso húmedas y con escamas, pues entonces era el papel de prensa el envoltorio habitual. Desde luego, se deshacía rápidamente del pescado, como quien se aparta de una infinita e inocente tristeza para dejarla en manos arteras, en este caso, en las de Neves, la cocinera y ayudante, pero antes leía con mucha atención, como si memorizase, en aquella túnica de periódico que servía de sudario marino. No tiene que resultar extraña esta observación por mi parte. Lo que resultaba extraño, y de ahí mi interés, era que el abuelo Maiarí no leyese los periódicos normales, enteros, habiendo como había varios en casa, incluso los dos que llegaban desde Madrid por suscripción y con un día o dos de retraso. De esta primera incursión, la de la lonja, regresaba por Mera, en el otro lado de la bahía, salía la trainera del alba a todo remar. Así que él llegaba a casa con el sol a la altura de un hombre por oriente. Entonces tomaba el desayuno y desde la galería, feliz como una rana a la orilla de un charco, disfrutaba de una vista panorámica del puerto. Adoraba a su hija, y mantenía un silencio solemne ante sus cuadros. Y su hija, Chelo, respetaba ese silencio. No recuerdo haberle oído nunca preguntar la opinión, en busca de un adjetivo, siéndole tan fácil recibir elogios de quien tanto la quería. Es cierto que a Antonio Vieira le agradaban aquellos cuadros, de eso no tengo duda, pues creo que llegué a conocerlo un poco, pero supongo que también se preguntaba, como hacía casi todo el mundo, por qué Chelo no pintaba paisajes, y sobre todo, por qué no pintaba marinas. Yo tenía la respuesta a la pregunta que el abuelo no hacía. Y a quien la hizo, no se la quisieron dar. Chelo pintaba paisajes en mi mano. Souvenirs, decía ella. Cuando quedaba satisfecha, afirmaba como un trazo final: Souvenir de Corot. Así que para mí ese nombre siempre fue algo muy familiar, como unas cosquillas en la mano. Cuando se me demoraba el habla, cuando se atascaba la palabra, y ella notaba que aquella lucha con el lenguaje estaba a reducirme a un espanto helado, de un ser interior que castañea los dientes, pero unos dientes y un frío por dentro, por detrás de los ojos, por detrás de la lengua. Ven aquí. Y pintaba en la mano un Souvenir. Hoy, blanco, azul, ceniza y plata. Ese tic de abrir y cerrar la mano. Déjame ver, ¿qué tienes ahí?, preguntaba el abuelo Maiarí. Por la tarde, salíamos en dirección al Monte Alto hasta llegar al Faro de Hércules. Pero antes hacíamos una parada en el bar de la Parra, sentados debajo de la vid. Me decía: Verás como ríe. Cuando venía la dueña, él pedía para mí una gaseosa La Revoltosa. Y para el viejo, añadía, un vino blanco eléctrico. Y era verdad que ella se reía. Ahora déjame ver lo que llevas ahí, en esa custodia. Yo abría la mano, muy despacio. Un barco, ¿eh? Un barco en la niebla. Que suerte tenéis algunos. Pero había otro tratamiento que hacía Chelo para intentar ambientarme con el lenguaje. Enseñarme cuanto antes a leer y escribir. Mucho antes de ir a la escuela. Comencé a escribir con dibujos. Antes de las letras, las formas. Las líneas quebradas, las espirales, las cruces. De tal forma que las letras, cuando nacían, eran también formas de la naturaleza, como la ‘t’ es el mástil de un barco y la ‘l’ de un ciprés. Y la ‘o’ puede ser muchas cosas. La ‘o’ puede ser el sol y la luna. Nosotros teníamos una lavandera que se llamaba Ó. En el santoral era Nuestra Señora de la Expectación. María do Ó. A mí me daba mucha risa cuando mi madre decía al verla ya de lejos por la calle: Ahí viene Nuestra Señora de la Expectación. Era fácil distinguirla, pues traía una O enorme encima de la cabeza. Dentro de esa O venía la ropa. Cuando se acercaba, su cara era también un O muy risueño, con dos ojos muy claros, de tal forma que su presencia remitía al sol, pero también a lo círculos del agua. Hola, Ó. Ó, la lavandera, fue una de las mujeres que Chelo pintó. Esa serie que parecía infinita, y que de hecho lo fue, y que ella llamaba Mujeres que llevan cosas encima de la cabeza.

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Manuel Rivas

Algo de una vida Aprendió de los que escribían en el aire, de los narradores orales, según cuenta en La escuela del relato. Manuel Rivas nació en la calle Marola, en el barrio de Monte Alto, en A Coruña, el 24 de octubre de 1957. El campo de juego de la infancia tenía la forma de un triángulo en el que los vértices eran la Prisión Provincial, el cementerio marino de San Amaro y el Faro de Hércules. Su madre (Carmiña) trabajó de lechera y su padre (Manuel), durante un tiempo emigrado en América, fue músico en orquestas de baile y albañil. Sus abuelos maternos (Manuel y Josefa) eran campesinos de Corpo Santo (Tabeaio, Carral); su abuelo paterno (Manuel) era carpintero, y su abuela (Dominga), costurera. Carmiña y Manuel tuvieron cuatro hijos. La familia se trasladó en 1962 a otro barrio coruñés, Castro de Elviña, un espacio fronterizo donde convivía el mundo campesino y el obrero. En el lugar se conservan las ruinas del antiguo poblado celta (O Castro), ahora rodeado por los edificios de la nueva Universidad de A Coruña. En Castro de Elviña pasó Rivas gran parte de la infancia y la adolescencia. Estudió en la escuela pública de Elviña y en el Instituto Mixto de Monelos. Al tiempo que estudiaba bachillerato, comenzó a trabajar por las noches de meritorio en el diario El Ideal Gallego, en la época de las linotipias, cuando todavía los periódicos olían a plomo. Compatibilizó estudios universitarios en Madrid con labores de periodista. Se licenció en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense. Entre otros trabajos, fue uno de los fundadores y redactores de Teima (1977), el primer semanario escrito en su integridad en gallego, y del mensual Man Común. Antes de aprobarse la Constitución, se le abrió un proceso militar por una crónica publicada en La Región de Ourense. El caso sería sobreseído. Fue uno de los fundadores de la primera radio libre de Galicia, Radio As Mariñas, en 1980. La emisora fue intervenida y clausurada por orden gubernativa. Como profesional del periodismo, ha trabajado y colaborado en diferentes medios de prensa, radio y televisión. En 1975, había formado parte del colectivo poético y artístico Loia (que editó una revista vanguardista en Madrid, en la que participaban, entre otros, Lois Pereiro, Reimundo y Antón Patiño y Fermín Bouza) y, más tarde, en A Coruña, del grupo de acción poética De amor e desamor (obra recogida en dos volúmenes editados por Edicións do Castro en 1984). Fue director de Luzes de Galiza "revista de cultura, artes y libertades" (1985-1995), donde se publicaron colaboraciones de autores como John Berger y entrevistas a pensadores como Jean Baudrillard o Noam Chomsky. Es uno de los fundadores de Greenpeace España y formó parte de su primera directiva. En septiembre de 1981, fue uno de los tripulantes del pequeño pesquero Xurelo, que había partido de Aguiño (Ribeira) y que a 350 millas de Finisterre se interpuso a los mercantes que arrojaban bidones con residuos radioactivos en la llamada Fosa Atlántica. Esta expedición fue uno de las primeras acciones de una campaña internacional que consiguió el cierre de los cementerios de residuos nucleares en el mar. En invierno de 2002, a raíz de la catástrofe del petrolero Prestige, actuó como portavoz del movimiento cívico y ecológico Nunca Máis.

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