Ficha técnica
Título: Los Anticuarios | Autor: Pablo De Santis | Editorial: Destino | Colección: Áncora & Delfin | Género: Novela| ISBN: 978-84-233-4383-6 | Páginas: 272 | Código: 10001081 | Formato: 13,3 x 23 cm. | Encuadernación: Rústica con solapas | PVP: 35,00 € | Publicación: 13 de Enero 2011
Los Anticuarios
Pablo De Santis
En el Buenos Aires de los años cincuenta, un joven de provincias, Santiago Lebrón, empieza a trabajar casi por azar en la sección de temas esotéricos de un periódico, y se convierte también, de la noche a la mañana, en informador del Ministerio de lo Oculto, el organismo oficial encargado de investigar tales asuntos y descubrir qué hay de verdad en ellos.
Pese a su escepticismo hacia todo lo sobrenatural e incluso hacia los propósitos del Ministerio, Santiago acude a un encuentro de especialistas en supersticiones donde entrará en contacto con los anticuarios, unos extraordinarios seres de la noche que viven en penumbra, rodeados por objetos del pasado, en viejas librerías o en casas de antigüedades, y son víctimas de una sed inmortal.
Pero el azar o el destino, o mejor, un amor extraño, poderoso y perturbador llevarán a Santiago a padecer la misma sed y a buscar cómo sobrevivir en un mundo que le es hostil.
«Se lee en una sola tarde de felicidad y combina aventura y literatura de autor con clima reconocible y mundo propio.» La Nación
Primera parte
El mundo
de lo oculto
En mi casa no había libros. Vi un libro por primera vez aquel día que rompí el vidrio de la escuela con una honda armada con una rama en Y, dos tiras de neumático y un pedazo de cuero. Jugábamos en el patio de tierra, en un recreo caluroso que empezaba a hacerse infinito, y yo acababa de descubrir en mí, urgente y fatal, el deseo de impresionar a una alumna nueva. Era la hija del médico, y tenía una cabellera rubia que le llegaba hasta la mitad de la espalda, unos lentes redondos que agigantaban los ojos azules y una caja de treinta y seis lápices de colores hechos en Suiza. Hubiera podido preguntarle algo, o pedirle un lápiz prestado, pero entonces me pareció que el mundo de las palabras era pobre e insuficiente, y que jamás la alcanzaría con cortesías, bromas o insultos. En ese momento vi al zorzal, en el patio de tierra, atontado por la sed o el calor. Busqué en mi bolsillo un canto rodado y apunté al pájaro, que acababa de iniciar un vuelo torpe rumbo al techo de la escuela. La piedra no se interesó en el pájaro verdadero, y buscó, en cambio, en el cristal de la ventana, su tembloroso reflejo. El estallido del vidrio apagó todos los sonidos a mi alrededor, excepto el susurro metálico de los álamos, que ahora me sonaba lúgubre y premonitorio. La alumna nueva se agachó para recoger uno de los pedazos del vidrio, y lo miró como si nunca en su vida hubiera visto nada semejante. Indiferente a la sorpresa de los demás, miré la mano que sostenía el vidrio y descubrí el tajo diminuto y la gota de sangre. Nadie más lo veía, porque todos estaban pendientes de mí, todos esperaban ver con qué artes trataría de esconder la honda, fundirme entre los otros, simular inocencia. Pero no hice nada de eso, sólo miraba la gota de sangre en la mano de la niña, que parecía ofrecerla como algo que se ha traído de muy lejos y con enormes cuidados. El silencio duró hasta que fue pronunciado mi nombre, «Alumno Lebrón», y luego, como para que no quedaran dudas sobre mi identidad, «Alumno Santiago Lebrón», y esas palabras devolvieron sus ruidos al mundo. Volvieron las canciones de las niñas que saltaban a la soga y las onomatopeyas de abordajes piratas y disparos de Colt. Yo no pude volver tan pronto a la rutina; me arrebataron la gomera, que fue a parar a ese museo invisible donde maestras y directoras de escuela han guardado por siglos los elementos incautados, y me mandaron de castigo a la biblioteca del pueblo.
Era una casa pintada a la cal, solitaria y húmeda, que cumplía la doble función de depósito de libros y celda de aislamiento. El castigo se prolongó por una semana, y de puro aburrido empecé a curiosear los anaqueles, y a revolver entre los tomos sueltos de enciclopedias viejas y algunas novelas de aventuras. Así empecé a leer. Lo que al principio me llamó la atención fue que hubiera muchos libros con los pliegos sin guillotinar. No se me ocurrió que uno mismo debía cortar las páginas, yo pensaba que esos libros ya eran así, que era ley sagrada leerlos con dificultad, como quien espía. Libros destinados a guardar un secreto.