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Ficha técnica

Título: La manía| Autor: Andrés Trapiello | Editorial: Pre-Textos| Colección:  Narrativa Contemporánea | Páginas: 820 | Precio:  35 € | ISBN: 978-84-8191-863-2

La manía

Andrés Trapiello

EDITORIAL PRE-TEXTOS 

Pueden estar tranquilos los lectores de estos libros, y desde luego mucho más aún los que no los han leído nunca, pero gustan hablar de ellos como si lo hubieran hecho: ni acabarán devorando a su autor ni este se ha vuelto loco. A todo lo más que ha llegado él es a lo que el griego llamó, con suma delicadeza, la manía, una forma de «entusiasmo». Algunas almas caritativas, reclutadas principalmente entre aquellos que no los han leído, le han mostrado alguna vez su sincera preocupación: han temido acaso que, como les ha sucedido tantas veces a otros, sólo viviera en función de su diario, dejando de vivir para escribirlo o viviendo únicamente aquello que pudiera ser escrito. Sosiego, señores consejeros, no hay peligro. Ni esto es un diario ni su autor tan desenvuelto como para pensar que su vida tenga el menor interés para la crónica, sin contar con que la vida se aviene malamente con la literatura, de no ser esta también única, original y renovada a cada instante.

Así viene ocurriendo desde hace quince entregas, casi veinte años y miles de páginas por las que han discurrido centenares de personajes, reales o ficticios, pero siempre verdaderos. Ellos, entre los que no sabe el propio autor cómo ha caído él, son los encargados de convertir todo esto en algo más que un libro. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, podrían decir, si no fuese porque tarde o temprano todo lo verdadero acaba siendo real. Pese a su escepticismo sobre el género humano y las humanas empresas, parece su autor aceptar con alegría, y desde luego con humor, una brega diaria que raramente puede defraudarle a nadie: cualquiera precisaría, como poco, dos vidas, una para vivir y otra para contarla.

La pretensión de vivir y de contarlo sin desviarse ni de la vida ni de la literatura es una manía, y otra buscar incansablemente la verdad de las cosas, remisa o escondida, en las pobres palabras. Si acaso alguien la encuentra en ellas, es natural que recordando la verdadera vida de donde proceden, «le salgan alas y, así, alado, le entren deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mire hacia arriba como si fuese un pájaro, olvidado de la de aquí abajo, y dando ocasión a que se le tenga por loco», de modo que la manía de escribir estos libros no se entiende tampoco sin la ma-nía que algunos tienen de leerlos e incluso de no hacerlo. 

 

PRÓLOGO. Cántaros rotos

ALGUNA vez ha contado uno cómo se siente escribiendo estos libros al tiempo que corrige y reescribe los antiguos para su publicación: me acuerdo de ese chino de circo que sale a la pista con cincuenta platos y unas varillas parecidas a las que llevan los cohetes…

Allí le espera una mesa estrecha y larga, de las que les ponen a los pobres en sus cotarros.Tiene la mesa unos agujeritos donde encajan unas al lado de otras esa guías o cañas, como las llaman en Valencia, país de la pólvora. El chino va vestido como los mandarines, con aparatoso balandrán de seda roja y dragones bordados, anchas mangas y un bonete en la cabeza con su botón y su coleta negra. Coloca un plato en el vértice de la caña imprimiendo en él un enérgico y seco giro, y cuando lo tiene bailando, mete la varilla en el orificio de la mesa, y pasa al siguiente, con el que procede del mismo modo. A medida que va poniendo en movimiento unos, los otros en la mesa, sobre la caña, giran y giran. Ha de obrar con precisión y celeridad si quiere ponerlos en danza todos. Cuando los primeros desfallecen, deja su tarea y corre hacia el otro extremo, y allí, con un golpe experto, imprime nuevos bríos a los desfallecientes.Al final, el ir y venir adelante y atrás es frenético, y no sabe ya a qué atender, si a poner en movimiento unos o a mantener danzando los demás. Nuestros ojos van involuntariamente a veces a ese plato que empieza a alabearse amenazando con pararse y caer. Se diría que intentáramos con la mirada sostenerle en su penoso equilibrio, y gritamos advirtiéndoselo al malabarista como los niños que, en el teatro de títeres, tratan con sus chillidos de descubrirle a la princesa la presencia del rufián. Al pobre chino mandarín esos socorros ya no le sirven de mucho, porque el peligro lo tiene en todos los frentes, en todos los flancos, y sus carreras y sus descoyuntados aspavientos se hacen angustiosos. Su semblante, sin embargo, sigue risueño y no sólo no deja de mirar al público, sino que le sonríe con las cejas exageradamente levantadas, indiferente a la formidable epopeya que se trae entre manos. Parecería incluso que tenerlo contento y distraído es para él mucho más importante que los platos, a los que vigila no obstante con el rabillo de sus ojos rasgados de pega, porque se nos había pasado por alto: no suele ser ni chino.Nosotros, en cambio, tememos que en cualquier momento sobrevenga el desastre.Bastaría con que uno solo de esos platos se viniera abajo, por muy pimpantes que se quedaran los otros cuarenta y nueve en su cimera, para que el alarde quedara sin más aplauso que uno triste y de consolación. Pero no, ahí sigue él, con una fe absoluta en sus habilidades.Todo acaba cuando clava en la mesa la varilla con el plato número cincuenta. El público, conquistado, estalla en una apretada ovación, pero el malabarista apenas tiene tiempo de disfrutar las mieles del éxito: el plato uno, entre estertores, agoniza como mareado y a punto está de venirse al suelo, lo mismo que todos los de ese sector. El chino, que lo ha advertido, corre desalado allí sin dejar de mirar al público ni sonreírle con las cejas levantadas ni dejar de dar cabezadas para agradecer la ovación, y con un habilidosísimo golpe en la caña lanza el plato por los aires y lo recoge acto seguido con destreza. El hombre de la batería acompaña ese brusco final con un baquetazo en los platillos. Lo mismo ocurrirá con los cuarenta y nueve restantes, propulsados uno detrás de otro a las alturas y recogidos a continuación limpiamente a velocidad de vértigo, mientras el estrépito metálico de la música subraya la proeza, cerrada con un acorde apoteósico y la locura transitoria del de la batería, que ataca a la vez, como un poseso, todos los bombos, platillos y tambores que tiene a su alcance. En ese momento, el público, enardecido, aclama al artista, sin saber muy bien de qué naturaleza ha sido ese mdt (más difícil todavía), el efímero prodigio que acaba de presenciar.

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Andrés Trapiello

Andrés Trapiello  nació en Manzaneda de Torío, León, en 1953, y desde 1975 vive en Madrid. Es autor de ocho novelas, entre ellas Los amigos del crimen perfecto (2003) o Los confines (2009), premiadas con los galardones más prestigiosos a nivel nacional, como el Premio Nadal, e internacionales. También es autor de un diario titulado Salón de pasos perdidos, del que han aparecido veintitrés entregas. Como ensayista ha publicado, entre otras obras, Las armas y las letras (1994, 2010, 2019); es además el autor de la prestigiosa traducción al castellano actual del Quijote, publicada en 2015, y de varios libros de poemas. Ha recibido, entre otros, el premio de las Letras de la Comunidad de Madrid (2003), el de Castilla y León (2011) al conjunto de su obra y el Premio de los libreros de Madrid (2020) por su libro más reciente, Madrid.

Obras asociadas
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