
Ficha técnica
Título: La fe del grafiti | Autores: Norman Mailer y Jon Naar | Traducción del inglés de: Camila Enrich | Editorial: 451 Editores | Género: Ensayo ilustrado | ISBN: 978-84-92891-03-0 | Páginas: 128 | Formato: 22,7 x 30,4 cm. | Encuadernación: Tapa dura con sobrecubierta | PVP: 24,50 € |
La fe del grafiti
Norman Mailer
El arte callejero en Nueva York: una mirada provocativa de un arte destinado a no perdurar.
En los setenta nace el arte callejero en Nueva York; el escritor Norman Mailer se asocia con el fotógrafo Jon Naar y el resultado es este poderoso documento, La fe del grafiti. Mailer proyecta su mirada provocativa sobre el significado de esta expresión de la cultura contemporánea; Naar selecciona, captura, da sentido a la obra de los «escritores de grafiti». Juntos levantan esta acta de registro para la historia de un arte que no ha de durar. UNa reflexión, en palabras e imagenes, sobre el significado de la identidad, la propiedad y el arte urbano.
«La fe… es la Biblia del grafiti. Registra para siempre el lugar, la época y las marcas de quienes protagonizamos aquel fenómeno». Snake I
«Una de las obras menos conocidas de Mailer, La fe en el grafiti, es tal vez una de las mejores». Marc Ecko, Complex
PÁGINAS DEL LIBRO
En un acto criminal siempre hay arte -jamás ningún crimen será tan automático como el proceso de producción-, pero los escritores de grafitis están en el extremo opuesto de los criminales porque viven todas las fases del crimen para cometer un acto artístico. Qué manera de intensificar la elección del artista cuando robas los botes y, además, antes de hacerlo, pruebas el color y pruebas también el ancho de la punta del rotulador o del difusor del bote y los robas de dos en dos para no quedarte sin material a mitad de una obra maestra. Qué más hace falta saber de los hábitos de la policía cuando cualquier chaval negro o puertorriqueño que entre en la estación equivocada con una bolsa de papel tiene todas las papeletas para que lo registren las autoridades de Tránsito. Una vez ha inventado la pintura, el artista tiene que decidir por qué boca de metro accederá para ser transportado, y cuando haya terminado su viaje deberá volver a la estación que es la capital de su territorio y aún deberá encontrar el rincón donde almacenar sus bienes durante unas horas. Intentar sacar la pintura de la estación es sinónimo de que te pillen. Intentar llevarla de nuevo a la estación es aún peor. Si seis o siete chicos entran en el metro en Harlem, Washington Heights o South Bronx, sin duda alguna la autoridad los registrará en busca de botes de spray. Por eso los esconden y pululan por la estación un buen rato sin pintar nada, y al final pasan tanto tiempo en el metro que ya ni los persiguen -para ellos es como un club, virtualmente un club de campo donde socializar-, y cuando los policías no están a la vista y se acerca un tren, sacan su alijo de pintura del escondite, lo ocultan en el cuerpo, bajo los uniformes raggamuffin de talla extra grande, suben a los vagones y no bajarán hasta que a medianoche lleguen a una cochera desértica al final de la línea, donde encontrarán su lienzo natural, que es, obviamente, la pared metálica del vagón del metro, listo para reverberar en los egos de los metales de Nueva York; qué eco producirá ese metal neoyorquino en los sentidos adormecidos de la psique de cada niño que ha crecido en Nueva York; sí, el metal como una superficie mucho mejor para pintar que la piedra.
Pero difícilmente resulta todo tan rápido o automático. Para salir de la última estación al final de la línea hay que atravesar un territorio ajeno sin garantías de seguridad, y con la dificultad añadida de encontrar la salida de las cocheras.
En la cochera del tren A de la calle 207 la entrada secundaria está a la vuelta de una valla proyectada sobre un precipicio que da a parar al río Harlem. Rodeas un tramo de esa valla por un saliente muy estrecho sobre el agua y saltas al otro lado de la verja, donde «los vagones reposan como ballenas durmientes», anota Richard Goldstein.