
Ficha técnica
Título: Inquietud | Autor: Julia Leigh | Editorial: Mondadori | Tamaño: 16 x 24 cm | Páginas: 112 | ISBN: 978-84-39721-60-4 | PVP: 13,90 €
Inquietud
Julia Leigh
Acompañada por sus hijos y huyendo de un pasado tormentoso, Olivia regresa a la casa donde pasó su infancia, un austero castillo francés aislado en la campiña. Tras años de ausencia, Olivia se reencuentra con su madre, su hermano y la esposa de este, que acaba de regresar del hospital. En una atmósfera de misterio y desasosiego, el frágil universo de la familia tendrá que hacer frente al horror de la muerte y los fantasmas del pasado.
Capítulo I
Estaban de pie ante la gran entrada, rodeados de campiña abierta y vacía, una campiña fea, llanos campos arados, embarrados. Esa mañana el cielo era un bálsamo de un pálido azul blanquecino. La mujer vestía una falda lápiz de tweed, una blusa de seda gris y se había recogido la oscura melena en un moño suelto como el que en otro tiempo solía lucir su madre. Se había roto el brazo derecho y lo llevaba en un cabestrillo hecho con un fular de seda discretamente conjuntado con la blusa. A sus pies, una maleta. Los niños -el chico tenía nueve años y la chica, que llevaba su muñeca favorita, seis- iban cargados con sendas mochilas y cada uno custodiaba una maleta pequeña. La mujer dio un paso al frente y se acercó a la verja -rematada en puntas de hierro, imponente- en busca de la cerradura. En su lugar encontró un sistema de vigilancia, un lector de manos, y apoyó la palma en la pantalla electrónica largo rato, hasta que el aparato la derrotó. Imperturbable, volvió a recoger la maleta y, sin mirar a los niños, dejó el camino de entrada y se adentró en los márgenes cubiertos de hierba.
Al cabo de un rato los niños decidieron seguirla. Primero el chico, luego la niña. Avanzaron pesadamente en fila india paralela al muro de piedra que bordeaba la vasta finca hasta que la mujer llegó a un lugar que le resultaba familiar; había reconocido un viejo roble que asomaba por encima de la pared rematada de cristales. Una enredadera de olor dulzón cubría esa sección de muro y la mujer, colgándose la maleta de la escayola como pudo, atravesó la vegetación con la mano izquierda en busca de la piedra escondida detrás. Hasta que encontró… la puerta. Tiró de la enredadera y cuando los niños llegaron a su lado contemplaron la actuación maternal con la misma expresión impasible con la que solían ver la televisión. Pero enseguida el niño se aprestó a ayudarla y al final descubrieron la pequeña entrada de madera. La mujer todavía conservaba la llave y, sosteniendo el delgado tesoro en el mitón de la mano izquierda, la «siniestra», lo encajó en la cerradura. Al principio la giró en el sentido equivocado pero luego, clic, oyeron caer el tambor. La puerta no se abrió, no quería abrirse: la mujer lo intentó, pero la puerta seguía cerrada. Empujó con todo el peso de su cuerpo, se apoyó con el hombro, pero la puerta se negaba a moverse. La mujer permaneció allí largo rato, descansando la frente contra la puerta, como si a fuerza de desearlo al menos la puerta fuera a fundirse y dejarles pasar.