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El fuego y el sol

Iris Murdoch

SIRUELA

En este libro, basado en las conferencias que dictó en Roma en 1976, Iris Murdoch examina la visión de Platón sobre el arte y, en particular, las razones de la manifiesta hostilidad del filósofo hacia él. 

Para ello la autora, al tiempo que realiza un sintético recorrido por los elementos que fundamentan las teorías platónicas sobre la Belleza, busca una explicación al hecho de que el pensador griego atribuyera tanta importancia en su obra al papel que desempeña la Belleza, pero, paradójicamente, denigrara a los artistas. Apoyándose en el contraste entre las engañosas sombras del fuego de la Caverna y la luz del sol, iluminadora de la Verdad, Murdoch pone de relieve la labor primordial que desempeñan los creadores en la revelación de lo trascendente. 

Su certero examen se ve además enriquecido con las ideas sobre esta inagotable y apasionante cuestión de figuras tan destacadas como Kant, Kierkegaard, Freud, Tolstói o Jane Austen.

 

[Comienzo del libro]

Para empezar, Platón no desterró a los artistas ni sugiere en ningún sitio que se destierre a alguno. En un pasaje memorable de la República (398 a) afirma que si un poeta dramático tratara de visitar el estado ideal se le escoltaría cortésmente hasta la frontera. En otras ocasiones Platón no es tan cortés, y así en las Leyes propone un meticuloso sistema de censura. Desperdigadas de principio a fin a lo largo de su obra hay duras críticas -y, ciertamente, menosprecios- dirigidas contra quienes se dedican al arte. Esta actitud es desconcertante y parece requerir una explicación. Sin embargo, lo que suena como una pregunta interesante puede que merezca una respuesta sin interés; y hay algunas respuestas bastante obvias a la pregunta de por qué Platón fue tan reacio al arte. En la República (607 b) habla de «una antigua desavenencia entre la filosofía y la poesía». Los poetas habían existido, igual que los profetas y los sabios, desde mucho antes de la aparición de los filósofos, y fueron los proveedores tradicionales de conocimientos teológicos y cosmológicos. Heródoto (ii. 53) nos cuenta que los griegos sabían poco de dioses hasta que Homero y Hesíodo les enseñaron; y Heráclito (fr. 57) ataca a Hesíodo -a quien llama «maestro de la mayoría de los hombres»- como autoridad rival. Por supuesto, cualquier teórico de la política muy preocupado por la estabilidad social (y Platón tenía buenas razones para estarlo, como Hobbes) es probable 12 que considere las ventajas de dicha censura. Los artistas son unos entrometidos, también unos críticos independientes e irresponsables; los géneros literarios afectan a las sociedades (República 424 c), y los nuevos estilos arquitectónicos acarrean cambios de mentalidad. Cabe la posibilidad, relacionada con lo anterior pero más extrema, de que, simplemente, Platón no apreciara el arte (no todos los filósofos lo aprecian); a veces lo llama «juego», pero si lo hubiera considerado en esencia trivial aunque peligroso, le habrían cabido menos dudas a la hora de hostigarlo. Es cierto que, en general, los griegos carecían de nuestra reverencial concepción de las «bellas artes», para la cual no existe un término específico en su lengua pues la palabra techné abarca arte, artesanía y habilidad.

Sin embargo, tras semejantes consideraciones sigue una sintiéndose incómoda. Hemos tendido a considerar el arte, o, al menos, lo hemos hecho hasta hace muy poco, como un gran tesoro espiritual. ¿Por qué Platón, que tenía a la vista parte del mejor arte creado nunca, no pensaba así? Le impresionaba cómo los artistas fueran capaces de producir lo que no podían explicar (quizá este hecho le sugiriera algunas ideas), y, aunque a veces -por ejemplo, en la Apología y en el Ion-, sostiene este argumento contra ellos, no siempre lo hace. Más de una vez habla de la inspiración del artista como de una suerte de locura divina o sagrada de la cual podemos recibir grandes bienes y sin la cual no habría buena poesía (Fedro 244-245). La técnica por sí misma no hace a un poeta. Los poetas pueden comprender intuitivamente cosas fundamentales (Leyes 628 a); quienes lo logran sin pensamiento consciente están dotados de un don divino (Menón 99 d). Y, aunque, como sugieren las bromas en el Protágoras, Platón tenga una pobre opinión de los críticos literarios («Las disputas sobre poesía me re- 13 cuerdan a las fiestas de pueblo», 347 c), estaba obviamente al corriente de las más cultas discusiones, y hasta de las más ínfimas, acerca del gusto y las valoraciones literarias (la sopa deberá servirse con cucharón de madera y no de oro, Hippias Mayor 291 a). Incluso concede, no sin vacilaciones (República 607 d), que en un futuro algún amante de la poesía que no sea poeta podría hacer una defensa de la misma (como efectivamente hizo Aristóteles). Pero, aunque Platón concede a la Belleza un papel crucial en su filosofía, prácticamente la define para excluir el arte, y acusa a los artistas, de forma constante y rotunda, de debilidad moral o, incluso, de envilecimiento. Le viene a una la tentación de buscar razones más hondas para semejante actitud y de intentar destapar al hacerlo (como Plotino y Schopenhauer), pese a Platón, una estética platónica más exaltada en los diálogos. También podría una formular la interesante pregunta de si Platón no estaría de algún modo en lo cierto al ser tan suspicaz con el arte.

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Iris Murdoch

Dame Jean Iris Murdoch nació en Dublín, en Phibsborough, el 15 de julio de 1919. Su padre, Wills John Hughes Murdoch, provenía de una familia de granjeros presbiterianos de Hillhall, Condado de Down, Irlanda del Norte, y su madre, Irene Alice Richardson, quien fuera educada desde niña para ser cantante, provenía de una familia de clase media de Dublín, perteneciente a la Iglesia Anglicana de Irlanda.Cuando ella apenas tenía unas semanas de vida, los Murdoch se mudaron a Londres, donde el padre había obtenido un puesto en el ministerio de Sanidad. Iris Murdoch estudió en escuelas progresistas: primero en la Froebel Demonstration School, de Londres, y luego en la Badminton School, de Bristol. Con 19 años se matriculó en el Somerville College, de Oxford, donde estudió literatura clásica, historia antigua y filosofía. También estudió filosofía como posgraduada en el Newnham College de Cambridge, donde tuvo como maestro a Ludwig Wittgenstein. En 1948 empezó a trabajar como profesora en el St Anne's College, de Oxford. Escribió su primera novela, Bajo la red (considerada por la revista Time como una de las 100 mejores novelas de la literatura inglesa del XX), en 1954, aunque antes había publicado ensayos sobre filosofía, incluyendo el primer estudio escrito en inglés sobre Jean-Paul Sartre. Dos años más tarde, en 1956, conoció al hombre con el que compartiría su vida, John Bayley, profesor de literatura inglesa y escritor. Su matrimonio duraría cuarenta y tres años, y Bayley la cuidó hasta sus últimos días. Iris Murdoch publicó veinticinco novelas más, entre las que cabe destacar El castillo de arena (1957), La campana (1958), La cabeza cortada (1961), El sueño de Bruno (1969), El príncipe negro (1973, Premio James Tait Black Memorial), Henry y Cato (1976), El mar, el mar (1978, Premio Booker) y El caballero verde (1993). En 1995 comenzó a padecer los devastadores efectos del mal de Alzheimer, que al principio atribuyó a un mero "bloqueo de escritor". En 1997 fue galardonada con el Golden Pen Award por toda su carrera. Falleció a los 79 años, en 1999, y sus cenizas fueron esparcidas por el jardín del crematorio de Oxford.

Obras asociadas
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