
Ficha técnica
Título: El fragor del día | Autora: Elizabeth Bowen | Traducción: Martín Schifino | Editorial: Impedimenta | Encuadernación: Rústica | Formato: 14 x 21 cm |Páginas: 352 | ISBN: 978-84-15130-37-6| Precio: 22,70 euros
El fragor del día
Elizabeth Bowen
Una novela sobre el tiempo, la identidad y la libertad, que explora los lazos de unión entre lo personal y lo político. Un noir que podría haber firmado Graham Greene pero también Virginia Woolf.
Elizabeth Bowen está considerada una de las mejores escritoras en lengua inglesa del siglo XX y la figura clave que pone en contacto la literatura de Virginia Woolf con la generación de escritoras de ideas de los sesenta y setenta (Murdoch, Spark o Byatt). El fragor del día (1948), inédita en castellano, es quizá una de las más vibrantes novelas sobre el Londres asediado por las bombas y la pobreza durante el Blitz. Novela de personajes, de atmósferas, tremendamente vívida, narra la historia de Stella Rodney, que ha decidido no abandonar Londres cuando todos los demás se han marchado huyendo de una muerte posible. Para Stella, la sensación imperante de catástrofe se vuelve personal cuando descubre que el hombre a quien ama, Robert Kelway, es sospechoso de vender secretos a los alemanes y que el hombre que lo persigue, Harrison, quiere que sea ella quien pague el precio por su silencio. Atrapada entre dos corrientes, Stella ve su mundo derrumbarse.
CAPÍTULO UNO
Aquel domingo, desde las seis de la tarde, había estado tocando una orquesta vienesa. Ya no era tiempo para conciertos al aire libre; las hojas caídas de los árboles revoloteaban sobre el escenario tapizado de hierba: aquí y allá se revolvía alguna, crujiendo como cuando se están secando, y mientras estuvo sonando la música cayeron varias más.
El teatro al aire libre, que se encontraba por debajo del nivel de los jardines aledaños, estaba rodeado por un seto de arbustos y algunos árboles pequeños; en la parte superior también había una valla con setos y una cancela. En aquel momento las hojas de la cancela estaban abiertas. Poco a poco se fueron llenando las filas de sillas situadas en la pendiente herbosa, frente a la orquesta. Desde allí, desde la hondonada en la que estaba tocando, la música apenas se oía en el resto del parque; pero las pocas notas que escapaban de aquel lugar resultaban inquietantes: la gente que se encontraba en la colina, en las rosaledas, en los senderos de alrededor de los lagos se dejaba arrastrar sin sentir hacia el teatro, debido a la extraña sensación de que se estaban perdiendo algo. Muchos se detenían, vacilantes, delante de la cancela de entrada: venían de lugares donde resplandecía el sol, mientras que aquella hondonada de donde procedía la música no era más que un lugar lleno de sombras. La guerra había conseguido que adoraran el día y el verano; la noche y el otoño eran el enemigo. Y, al principio del concierto, aquel deslucido teatro boscoso, en el que no se había representado obra alguna desde hacía tiempo, transmitía una impresión de aislamiento y de vacío que la música aún no había podido llenar. El lugar no se encontraba por completo envuelto en sombras; aquí y allá lo cruzaban los rayos de sol del atardecer, que encendían las ramas al atravesarlas y luego iluminaban las hileras de sillas, rostros y manos. Los mosquitos zumbaban inquietos y el humo de los cigarrillos se disipaba en el aire. Pero la luz era tan escasa, tan dramática y dorada que resultaba evidente que no tardaría en desaparecer. La noche iba avanzando como la marea. Una oscuridad transparente y cristalina, en la que se recortaba la silueta de cada hoja, se iba formando en los setos situados tras la orquesta y constituía un elemento más de la escena.
Había sido un domingo radiante, sin una nube siquiera. Pero en ese momento, el turquesa abrasador del cielo vespertino se disolvía en transparencias conforme iba perdiendo intensidad su color: por encima de los árboles, en torno al teatro no solo huía el color, sino el tiempo. La música -valses, marchas, alegres oberturas- se adueñaba de aquel espacio detenido en el tiempo. La gente perdió entonces su aire dubitativo. Las marchas heroicas consiguieron que el público estirara el cuello; el reconocimiento de algunos fragmentos operísticos despertaron sonrisas inconscientes, y, durante los valses, sin que hubiera razón ninguna, los ojos de las mujeres brillaron con encantadoras lágrimas. Primero nota a nota, como un goteo, y luego de manera sostenida, la música impregnó los sentidos, las emociones y las fantasías hasta entonces dormidos. Lo que al principio solo fue un espejismo se convirtió en todo un universo real para aquellos pobres londinenses y los extranjeros que se encontraban sentados en aquella turbia oscuridad en medio de Regent’s Park. El atardecer de aquel domingo era el atardecer del primer domingo de septiembre de 1942.