
Ficha técnica
Título: El desertor | Autor: Siegfried Lenz | Traducción: Consuelo Rubio Alcover | Editorial: Impedimenta | Encuadernación: Rústica con sobrecubierta | Formato: 13 x 20 cm | Páginas: 368 | Fecha: oct-2017 | ISBN: 978-84-17115-16-6 | Precio: 22,80 euros
El desertor
Siegfried Lenz
Un acontecimiento literario en Alemania. La obra maestra perdida de Lenz, recuperada con 65 años de retraso, después de que en 1952 el manuscrito fuera rechazado por razones políticas y «traición a la patria» y cayera en el olvido.
Es el último verano de la guerra. El joven soldado Walter Proska es asignado a una pequeña unidad de la Wehrmacht destinada a asegurar una línea de tren en el frente oriental. Ocultos en un bosque, en medio del calor abrasador, desgastados por los constantes ataques de mosquitos y abandonados por sus propias tropas, Proska y sus camaradas se ven sometidos a las órdenes del sargento al mando.
Los soldados tratan de aislarse: uno entabla una batalla perdida contra un enorme lucio, otros pierden la cabeza y se abisman en la desesperación y la locura, otro se aficiona a abrazar los árboles para quebrarlos y otro se hace amigo de una gallina. Y Proska empieza a hacerse preguntas, cada vez más acuciantes: ¿Qué es más importante, el deber o la conciencia? ¿Quién es el verdadero enemigo? ¿Puede uno actuar sin ser culpable? Y, sobre todo, ¿dónde está Wanda, la partisana polaca que no se le va de la cabeza?
Capítulo 1
Nadie abrió la puerta.
Proska volvió a llamar, esta vez con mayor fuerza y determinación, conteniendo el aliento. Esperó, inclinó la cabeza y miró la carta que llevaba en la mano. En la puerta había puesta una llave, así que debía de haber alguien en la casa. Pero nadie abrió.
Se apartó lentamente de la entrada y se aventuró a echar una ojeada a través de la ventana medio empañada. El sol le caía de plano sobre la nuca, pero no le importaba. De repente, las rodillas de Proska -las rodillas de un asistente fornido, de treinta y cinco años- empezaron a temblar. Despegó los labios con tanta violencia que un hilillo de saliva quedó atrapado entre ellos.
Frente a él, a unos dos metros por detrás del vidrio, distinguió a un hombre mayor sentado en una silla. El anciano se había descubierto por completo el brazo izquierdo -una rama reseca, amarillenta y ya medio marchita de su cuerpo- y estaba llenando una jeringa con una insoportable meticulosidad. Ausente, dejó caer al suelo la ampolla vacía, ya usada. Desde donde se encontraba, Proska creyó percibir el ruido del cristal al resquebrajarse, pero se equivocaba, pues la luna de la ventana no habría dejado pasar ese sonido casi imperceptible.