
Ficha técnica
Título: Editor | Autor: Tom Maschler | Traducción: Pepa Linares | Editorial: Trama | Páginas: 256 | ISBN: 978-84-89239-98-2 | PVP: 24 euros
Editor
Tom Maschler
Tom Maschler ha sido una de las figuras más importantes del mundo de la edición inglesa en la segunda mitad del siglo XX. Después de un breve recorrido por editoriales como André Deutsch, MacGibbon & Kee y Penguin, recaló en la editorial Jonathan Cape como director editorial, y al cabo de los años terminó siendo su presidente. En cerca de cuarenta años de trabajo en Cape, Tom Maschler editó a la mayoría de los escritores que han dejado su impronta en la literatura de las últimas décadas. Además de autores como Ian McEwan, Julian Barnes, Martin Amis, Bruce Chatwin, Roald Dahl y Doris Lessing, fue el responsable de introducir a los lectores ingleses a Kart Vonnegut, Tom Wolfe, Gabriel García Márquez… A lo largo de estas páginas, quien ha sido considerado el editor inglés de más alto perfil y éxito de estos años hace un recorrido por su trayectoria personal y profesional a partir de su visión , a veces dulce y otras muy ácida, de esos autores que han escrito uno de los catálogos editoriales más brillantes en la historia.
Un sitio especial
En el mundo de las editoriales suele admitirse que desde finales de los sesenta hasta principios de los ochenta Cape fue la casa editorial más importante de Inglaterra. Contábamos con los mejores autores, hacíamos las mejores promociones y teníamos la mejor producción. Éramos tan buenos que Anthony Blond, un modesto editor independiente, llegó a decir en una conferencia que en vez de contratar un empleado para la producción, se limitaba a enviar al impresor un libro de Cape diciendo: «Házlo así».
Formábamos un equipo único y tanto para los autores como para el personal de la casa pertenecer a Cape era un lujo. Ocupábamos un edificio en Bedford Square, una de las plazas más bonitas de Inglaterra. Cada vez que se abría aquella puerta del número 30 nos invadía una sensación anticipada de felicidad. Era tan estimulante que los días se nos hacían cortos. Todos los empleados, de cualquier nivel, trabajaban horas y horas sin darse cuenta y sin que nadie lo impusiera. Aunque algunos me consideraban su superior, y debo confesar que en ciertas ocasiones atemorizaba a la gente, todos me tuteaban. Yo trabajaba a un ritmo tal que no tenía tiempo para leer ni un solo manuscrito en el despacho; era una tarea que dejaba para la noche, en casa, o para los fines de semana. Años después tuve que pedir perdón a mis hijos
por haber sido un padre inaccesible.