Desayuno con John Lennon
Robert Hilburn
Desayuno con John Lennon invita al lector a descubrir el mundo del rock entre bastidores de la mano de uno de los críticos de rock más prestigiosos del mundo. Hilburn fue el único periodista que entró en la cárcel de Folsom con Johnny Cash, cenó (y desayunó) con John Lennon durante su etapa del «fin de semana perdido» en Los Ángeles, vio dibujos animados con Michael Jackson, se tomó un café con un Bob Dylan agotado por la carretera, le sugirió a Bruce Springsteen cambiar el orden de sus canciones cuando sus conciertos no le convencían, consiguió darle esquinazo al representante de Elvis Presley para charlar con «El Rey» a solas, y escribió un perfil íntimo de Kurt Cobain que le evitó perder la custodia de su hija por sus adicciones y su depresión.
Este libro no es solo un recuento de aventuras personales: es toda una historia del rock and roll como fuerza cultural. Y de sus grandes estrellas como hombres y mujeres frágiles, geniales y muy humanos.
«La crítica de rock nunca me importó lo más mínimo hasta que leí a Robert Hilburn». Bernie Taupin
UNO
John Lennon entró como una exhalación en la oficina de Yoko Ono, situada en el gigantesco y antiguo edificio Dakota. Llevaba una copia del nuevo single de Donna Summer, «The Wanderer».
-¡Escucha esto! -gritó, mientras lo ponía en el tocadiscos-. ¡Canta como Elvis!
Al principio, yo no sabía de qué estaba hablando. El arreglo sonaba más a rock que al habitual estilo electro-disco de la cantante, pero cuando empezó a oírse la voz me pareció el sonido de siempre de Donna Summer. A mitad de la canción, sin embargo, su voz cambiaba y adoptaba el estilo juguetón, como con hipo, que caracterizaba la de Elvis en muchas de sus primeras grabaciones.
-¡Míralo! ¡Míralo! -dijo John, señalando los altavoces.
Ese disco era el saludo de John después de cinco años. Yo había pasado algún tiempo con él en Los Ángeles a mediados de la década de 1970, durante la época a la que, años después, él se referiría como su «fin de semana perdido»: unos meses en que, separado de Yoko, pasaba muchas noches emborrachándose con sus colegas Harry Nilsson y Ringo Starr. Una noche, John se excedió tanto que lo echaron del Troubadour, una de las principales salas de conciertos de la ciudad. Por entonces, me invitó a cenar unas cuantas veces, y más adelante me enteré de que lo hacía cuando tenía una reunión de negocios importante al día siguiente y no quería levantarse con resaca. En esos casos me elegía a mí, y no a Harry y a Ringo, porque lo más que yo bebía era cocacola light. Solíamos cenar en un restaurante chino muy chic y después volvíamos a su suite en el hotel Beverly Wilshire. El tiempo se nos pasaba muy deprisa hablando de nuestro héroe del rock favorito, Elvis, lo que nos lleva de nuevo a «The Wanderer».
He vivido muchísimas experiencias memorables en conciertos y entrevistas, por lo que me resulta difícil escoger mis preferidas, pero las últimas horas que pasé con John en Nueva York estarían, sin ninguna duda, entre las primeras. Fue unas semanas antes de su muerte, en diciembre de 1980, y el hecho de que me pusiera ese disco de Donna Summer era un saludo entrañable, un saludo típico de John. De los cientos de músicos que he conocido, John es uno de los pocos que tenía los pies en la tierra.
Yo había viajado a Nueva York para pasar tres días con John y Yoko mientras terminaban su disco Double Fantasy, la primera entrega de material nuevo de John desde su prescindible Walls and Bridges, aparecido seis años antes. Tras el periodo del «fin de semana perdido», había regresado a Nueva York y había pasado cinco años rehaciendo su vida con Yoko y dedicándose a criar a su hijo, Sean. Aquel día tenía un aspecto agradable y esbelto con sus vaqueros, su camiseta blanca y su chaqueta vaquera. Debía de pesar unos doce kilos menos que la última vez que nos habíamos visto.
-Es por la dieta macrobiótica de Madre -me dijo después, empleando el apodo que le había puesto a Yoko-. No me deja saltármela ni un día.
Cuando llegamos al estudio de grabación ya casi había anochecido. Mientras la limusina se acercaba a la entrada del estudio, tenuemente iluminada, pude ver las siluetas de unas dos docenas de fans en la sombra, que echaron a correr hacia el coche en cuanto el conductor abrió la puerta de John. Inmediatamente empezaron los fogonazos de los flashes. Sin un guardaespaldas, John estaba a su merced, y más tarde le pregunté si no le preocupaba su seguridad.
-No quieren hacerme ningún daño -me contestó-. Además, ¿qué vas a hacer? No te puedes pasar toda la vida escondiéndote de la gente. Hay que salir y vivir un poco, ¿no?
En el estudio escuché algunos temas de Double Fantasy, que era el disco más atrevido de John desde Imagine. Algunos críticos consideraron que el tono suave y relajado del álbum era demasiado blando; echaban de menos la vieja aspereza de Lennon. Para mí, sin embargo, se trataba de un maravilloso reflejo del estado de ánimo de John, y los votantes de los Grammy acertaron al nombrarlo disco del año.
Pasé horas hablando con John, en su casa y en el estudio, sobre los cambios en su vida desde la época de Los Ángeles. Aquel era uno de los pocos momentos en que se sentía en paz. Estaba profundamente enamorado de Yoko y muy emocionado con la perspectiva de volver
a ser padre. También hablaba con cariño de la época de los Beatles y de lo mucho que todavía le gustaba ver a Paul. Eso me sorprendió, ya que había hecho varios comentarios sarcásticos en distintas entrevistas y había escrito algunas letras mordaces sobre Paul desde que la banda se había separado.