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Ficha técnica

Título: Crónica personal  | Autor: Conrad, Joseph | Traducción: Miguel Martínez-Lage  | Editorial: ALBA | Encuadernación: Rústica | ISBN: 97884-90652046 | Páginas: 168 | Fecha: junio/2016 | Precio: 10 euros |

Crónica personal

Jessie Conrad

ALBA

A los cincuenta y cinco años, Joseph Conrad recibió de su amigo y también novelista Ford Madox Ford la propuesta de escribir sus memorias para la English Review. El resultado fue un texto breve, estructurado sin orden cronológico, con una idea muy particular del género autobiográfico, que no dejó por cierto muy satisfecho a su amigo, el cual sin duda esperaba algo más extenso y, decididamente, más convencional. Menos no podía esperarse, sin embargo, de quien creía que la novela era «una forma de vida imaginaria más clara en cualquiera de los casos de la realidad» y que «sólo en la imaginación de los hombres encuentra cada verdad una existencia eficaz e innegable».

Sin ánimo confesional, «sin ninguna comezón por justificar mi existencia», Crónica personal es una hermosa, templada colección de recuerdos elaborada con la complejidad y el elevado criterio del arte novelístico conradiano, y dedicada especialmente a los acontecimientos e impresiones que se produjeron en el umbral de lo que él llamó sus «dos vidas»: la vida del mar en la que pasó veinte años y la vida de las letras a la que se consagró hasta su muerte. Magistral e impertinente, cabe situarla entre los máximos aciertos de su autor.

CAPÍTULO I

Los libros pueden escribirse en toda clase de lugares. La inspiración verbal puede llegar hasta el camarote de un marinero, abordo de un buque atenazado por el hielo en el cauce de  un río, en medio de una ciudad; como suele darse por hecho que los santos contemplan con ojos benignos a los humildes creyentes, tengo yo a bien recrearme en la grata fantasía de que la sombra del viejo Flaubert -que entre otras muchas cosas imaginó ser descendiente de vikingos- bien fácilmente podría haber aleteado con distraído interés sobre las cubiertas de un vapor que desplazaba dos mil toneladas y se llamaba Adowa, a bordo del cual, bloqueado por la inclemencia del tiempo junto a un muelle de Rouen, se empezó la redacción del décimo capítulo de La locura de Almayer. Digo con interés, pues ¿no fue el afable gigante normando, con su bigotazo enorme y su voz de trueno, el último romántico? ¿No fue acaso su devoción por el arte, la devoción propia de un ermitaño de la literatura, casi la de un santo?

«-Por fin se ha puesto -dijo Nina a su madre, señalando las colinas tras las cuales habíase puesto el sol…» Estas palabras de la hija de Almayer, tan romántica ella, recuerdo haberlas trazado sobre el papel grisáceo de un cuaderno que descansaba sobre la manta de mi litera. Hacían referencia a un crepúsculo acaecido en el archipiélago de Malasia, y cobraron forma en mi interior, en una visión de junglas, ríos y mares alejadísimos de una ciudad mercantil, y pese a todo romántica, del hemisferio norte. Ahora bien, en aquel mismo instante, mi ánimo, proclive a las visiones y las palabras, quedó en suspenso por la aparición del tercer oficial de a bordo, un joven de talante abierto y despreocupado, que entró dando un portazo y dijo: «Vaya, qué calorcillo hace aquí dentro».

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