Skip to main content
Blogs de autor

Una postal desde Auschwitz

Por 28 de octubre de 2020 enero 12th, 2021 Sin comentarios

Foto: ©Ferrán Mateo

Marta Rebón

Viaje a los campos de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau en el año del 75 aniversario de su Liberación

El pensamiento se articula en el espacio. Leemos o nos dicen: «Aquí fue donde ocurrió», y nos adentramos en el mundo de lo concreto, donde la geografía, el paisaje, se transmuta en testigo. Auschwitz-Birkenau es un lugar. Fue el centro de una constelación de puntos -campos, subcampos, fábricas, granjas, estaciones ferroviarias, oficinas, almacenes, cuarteles, etcétera- unidos con el objetivo común de perpetrar un genocidio. Y, dado que fue concebido y planificado, podemos pensar sobre él, afirmó el historiador Pierre Vidal-Naquet, por mucho que sus consecuencias pongan a prueba nuestra capacidad de imaginar. Allí culminó la obsolescencia de lo humano. «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate» (Abandonad toda esperanza quienes aquí entráis) está inscrito sobre la puerta del infierno de Dante. En este campo el silencio alcanzó los mil grados de temperatura. De las dos mil hectáreas que ocupaba su complejo, hoy pueden visitarse ciento noventa y una. A diferencia de las operaciones de aniquilación en el Frente Oriental, donde los escuadrones asesinaban sobre el terreno, pueblo a pueblo, dejando un reguero de fosas comunes a su paso, aquí, en este pedazo de tierra polaca, se iba al exterminio tras cruzar la puerta de una factoría de la muerte. Así se había maximizado la eficiencia y minimizado la culpa. Auschwitz es, también, un gran interrogante que, como una reacción en cadena, se desintegra en muchos otros.

Por ejemplo, ¿qué es Auschwitz después de Auschwitz? Estoy en una linde de Oswiecim y sopla el viento cortante de la mañana. A primera vista, parece el límite de un término municipal cualquiera: un puñado de casas con jardín separadas de un terreno baldío por una carretera secundaria. Los nombres en alemán para Oswiecim y Brzezinka -Auschwitz y Birkenau- aparecen en los letreros solo en referencia al museo, como si mediante la lengua extranjera impuesta se intentara distanciar unas localidades, que cuentan con siglos de historia, de lo que allí pasó. Menos de un diez por ciento de las víctimas hablaban alemán y, como contó Primo Levi, eso determinaba recibir o no un castigo. «Cualquiera que se exprese en alemán enmudece instintivamente al leer los carteles redactados en esta lengua», dice el escritor y orientalista Navid Kermani en Por las trincheras .

En paralelo a la carretera, discurre un ramal ferroviario que termina entre matorrales y montañas de gris alabastro. Este no es un sitio cualquiera, sino una profundísima herida en el corazón de Europa. «De todos los puntos del horizonte convergían los trenes hacia lo in-nominado, cargados con millones de criaturas que eran arrojadas allí sin saber dónde estaban arrojadas con sus vidas», escribió en sus memorias Charlotte Delbo. Miembro de la resistencia francesa, así describió su estupor al apearse en ese funesto andén en mitad de la nada, la Judenrampe. Cuando, en 1978, Auschwitz-Birkenau se incluyó en el patrimonio mundial de la Unesco, se creyó que así se habían resuelto los conflictos territoriales que la existencia del museo suponía para las administraciones. Los residentes autóctonos no habían dudado en reclamar las tierras robadas por los nazis a sus padres y abuelos porque querían construir nuevas viviendas y utilizar los prados para el ganado. El informe se hizo con tanta premura que se dejó fuera este apeadero, caído en el olvido.

Hace dieciséis años, cuando vine aquí por primera vez, la Judenrampe era un páramo cubierto de maleza. Hoy, recuperadas las vías e instalada una placa, se ha añadido un solitario vagón para completar la puesta en escena. Como apunta el experto en literatura del Holocausto Efraim Sicher, la pregunta pertinente no es si se puede reconstruir el pasado, sino qué memoria se lega. Auschwitz parece abocado a avanzar hacia la condición de parque temático mientras cada vez quedan menos supervivientes, cuya autoridad moral es la última barrera contra cualquier atisbo de negacionismo. El pasado febrero, en el auditorio de la biblioteca municipal de Oswiecim, escuché a cuatro de ellos, ancianos cuyos movimientos frágiles contrastaban con la dureza del testimonio del hecho imborrable que había marcado sus vidas. Ante decenas de cámaras de medios internacionales, desplazados allí para cubrir los actos del 75.º aniversario de la liberación del campo, bajaban la mirada, abrumados. Cuando el último testigo desaparezca, los relatos que se hayan salvado competirán con las distorsiones de la cultura popular, ya sea en forma de bestsellers, series o películas, así como con la museificación de la historia. Entonces, dependeremos de la memoria indirecta -la postmemoria, para usar el término acuñado por Marianne Hirsch-, de la transmisión del pasado a las generaciones siguientes por medio de relatos, fotografías, documentos, etcétera, aunque esa base documental no siempre garantice de por sí que su significado llegue de manera coherente o accesible. Esta pugna está presente en el último título de Santiago H. Amigorena, El gueto interior, en el que intenta descifrar el silencio y la culpa de su abuelo a través de las cartas de la madre, enviadas desde el gueto de Varsovia.

Oswiecim fue un importante nudo ferroviario que conectaba las redes de tres imperios. Desde aquí se podía llegar a Viena, Berlín, Varsovia, Moscú o Lvov. Los deportados que descendían en la Judenrampe pasaban primero por una selección. En los días claros se vislumbraba la torre de vigilancia de la entrada al campo. Ahora todo el mundo lo sabe: había quienes, engañados, iban directamente a las cámaras de gas en camiones. El resto iba a pie para someterse a la Vernichtung durch Arbeit (aniquilación mediante el trabajo). «Ignoraban que al infierno pudiera llegarse en tren. (…) No saben que a esta estación no se llega. Esperan lo peor, no esperan lo inconcebible», sigue Delbo, con una escritura entre la prosa y la poesía que transita por la sutil línea entre lo insondable y la necesidad de transmitir. «Desde hace años se sabe/ se sabe que ese punto en el mapa/ es Auschwitz/ Eso se sabe/ Y lo demás se cree saberlo», añade. Al leer a Delbo pienso en lo que dijo Jacques Derrida acerca de que todo testimonio responsable compromete una experiencia poética de la lengua, y me pregunto si precisamente en la lengua, en cómo la hemos utilizado desde entonces, se halla la medida de nuestra comprensión -siempre imperfecta- de lo ocurrido.

Cada vez que se ha roto el silencio de un superviviente, Auschwitz ha dejado de estar detrás de nosotros. En sus primeros escritos sobre el impacto que una experiencia traumática tiene sobre la memoria, Freud empleó una metáfora fotográfica: los recuerdos se almacenan en el cerebro como película expuesta sin revelar hasta que un día algo desencadena que la imagen latente por fin se haga visible. El reciente testimonio de Ginette Kolinka, Regreso a Birkenau , ha sido un fenómeno editorial en Francia. Parisina nacida en 1925, Kolinka ocultó a todo el mundo, marido e hijos incluidos, su paso por el infierno a los diecinueve años, junto con su padre, su hermano pequeño y un sobrino. En la Judenrampe, a los dos primeros los animó a coger los camiones, para que no se fatigaran. Mientras ella se sometía al protocolo de ingreso -corte de cabello de todo el cuerpo, desinfección, tatuaje- lo supo: «¿Veis ese humo que hay fuera? ¡Pues ahí están! ¡Son los cuerpos de vuestras familias los que se están quemando!». Más de medio siglo después regresó allí con sus alumnos. Su libro, directo y sobrio, con detalles cotidianos a los que no se suele aludir, interpela al lector: «Yo cuento esto, lo veo, y pienso que no es posible haber sobrevivido a ello. Veo y siento. Pero ustedes, ¿qué es lo que ven?».

«La carretera atravesaba una campiña de color gris ceniciento», así empieza la descripción de la Judenrampe de Kolinka. Hoy esa misma vía pasa entre chalés de nueva construcción, con sus jardines, barbacoas, hamacas y columpios, y decido seguirla. En la primavera de 1941, los nazis demolieron más de medio millar de casas en las inmediaciones y reciclaron el material para construir las instalaciones de Birkenau. Sin quererlo, esas vías son una representación visual de la fragilidad del relato de la historia, siempre tentado a incluir la simulación, el simulacro, la ficción o la mentira. Ahora los raíles se camuflan entre el césped, ahora desaparecen bajo el adoquinado frente a una urbanización cerrada; luego una verja me impide continuar y la rodeo. Al fondo se distinguen de nuevo las vías, ya restauradas, y los turistas pueden turnarse para captar una fotografía ya icónica. Para tomar la otra, la de la frase «Arbeit macht frei», hay que acudir al museo, el más visitado de Polonia, donde se agolpan los autobuses y se debe reservar entrada con antelación. En Cracovia, las agencias de viajes anuncian excursiones a Oswiecim, como una atracción más, al lado de la de las minas de sal de Wieliczka. Es difícil encontrar, en el contexto turístico, una forma adecuada para apro­ximarse a la aniquilación de vidas humanas. Sin embargo, el turismo es una fuente de ingresos fundamental para el mantenimiento del museo, con sus costosos trabajos de restauración. Tanto es así que, debido al cierre decretado por la pandemia, la fundación del museo hizo un llamamiento urgente para recaudar donaciones a fin de asegurar su supervivencia.

En plena cultura hipervisual, nuestra reacción inconsciente ante lo que se extiende al traspasar la entrada de Ausch­witz-Birkenau es la de que nos encontramos en un decorado cinematográfico. Vasili Grossman abrió su monumental Vida y destino con la profusión de líneas rectas del diseño de un campo de exterminio y, en la uniformidad de los barracones, veía una constatación de su carácter inhumano. Una uniformidad que contrasta con la esencia de Europa, que es contradictoria, desordenada, plural, inestable, multilingüe. Basta con hacer la prueba y buscar Ausch­witz en Google Earth. Al instante, su cuadrícula destaca entre los meandros del Vístula y las calles irregulares de Oswiecim y Brzezinka. «Un lugar como este exige al visitante que se interrogue en algún momento sobre sus propios actos de mirada», apunta Georges Didi-Huberman en Cortezas . Lo que hoy se ve ha pasado por múltiples procesos de destrucción: la de los alemanes cuando huyeron, la de los habitantes polacos al recuperar los terrenos que fueron suyos, los robos y saqueos, el deterioro, la conversión en museo y la reconfiguraron de instalaciones en locales de servicios para turistas, como la cafetería o el parking, o las décadas de relato soviético, que obviaban la dimensión judía de la catástrofe. La interrogación con la mirada pasa primero por desentrañar cada una de esas capas. Entre tanto, los retratos de los visitantes no cesan: unos apoyados en la pared de los barracones, otros haciendo equilibrios sobre la vía del tren.

En El monstruo de la memoria Yishai Sarid aborda sin sentimentalismos la complejidad de transmitir el pasado. Un joven investigador especializado en campos de exterminio redondea su sueldo ejerciendo de guía, primero en el memorial Yad Vashem de Jerusalén y luego de grupos de jóvenes israelíes que viajan a Polonia en una suerte de rito de paso. La tensión que le causa el esfuerzo de intentar hacerles imaginar lo que ocurrió o las reacciones que presencia van haciendo mella en su psique. Desde Tel Aviv, Sarid me comenta: «Hice dos veces un tour por los campos en Polonia. La primera vez cuando tenía dieciocho años. Estos viajes promueven el patriotismo en los israelíes y favorecen que el trauma del Holocausto siga siendo un factor político determinante. Después, serví seis años en el ejército de mi país. Volví a Polonia en el 2016, después de acumular lecturas. Fue una experiencia emocionalmente dura. Me formulé el tipo de preguntas que aparecen en el libro. Las víctimas a menudo son pasivas y, si nos centramos en los verdugos, no hacemos justicia a las primeras. ¿Cuántos nombres de víctimas se conocen, además del de Anna Frank? Preferí escribir sobre el presente porque evocar una respuesta emocional de lo ocurrido es artificial y conlleva cierta manipulación. En cualquier caso, visitar únicamente Polonia te aporta una imagen distorsionada de la historia y difumina el papel de Alemania. Antes habría que ir a Berlín, a Nuremberg o a Dachau. La memoria no debe mantenerse en los museos, encerrada en vitrinas».

Al norte del campo hay una zona de barracones cuya construcción no se culminó. Sin instalaciones sanitarias, comida o abrigo, se disparaba el índice de mortalidad de quienes esperaban allí a que les asignaran un trabajo forzado para el Reich. Los llamaban mexicanos, porque deambulaban por el campo envueltos en mantas de colores. El camino es largo y atrae a pocos visitantes, pues la mayoría prefiere ir hacia el Oeste, a Kanada, donde se procedía a clasificar los objetos confiscados. Estoy sola, bajo abedules y ante postes de alambrada sin restaurar. Unas estructuras rectangulares a ras de suelo indican dónde se erguían los barracones. La lluvia las ha inundado, formando una suerte de estanques. Tres ciervos se cruzan a lo lejos. Comen, avanzan despacio y se pierden a mi derecha.

Recordé que, en el concurso de 1958, el proyecto de memorial ganador, liderado por el arquitecto Oskar N. Hansen, fue un antimonumento , que consideraba todo el espacio en sí como un memorial: un camino pavimentado lo cruzaría en diagonal, dejando todo a su alrededor expuesto a la erosión del tiempo, excepto por donde pasara ese camino. De la vida se transitaría a través de la muerte para emerger de nuevo a la vida. La naturaleza, por su parte, se apoderaría de lo que quedase de las instalaciones. En cierto modo, esta opción, que no se llevó a ­cabo, intentaba evitar caer en la paradoja de Teseo, que se pregunta hasta qué punto un objeto cuyas partes se sustituyen sigue siendo el mismo o ha perdido ya su identidad genuina.

Foto: Ferrán Mateo

profile avatar

Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

Obras asociadas
Close Menu