Marcelo Figueras
Hace algunos días, cultivando el arte del zapping, me enganché otra vez con el King Kong de Peter Jackson. Vi desde que el dramaturgo y guionista Jack Driscoll (Adrien Brody) rescata a la rubia Ann Darrow (Naomi Watts) de las manos de Kong en plena Skull Island, hasta el final a toda orquesta en lo alto del Empire State. Ayer, reincidiendo en la costumbre del saltar entre canales, volví a dar con Kong. Esta vez desemboqué en un acto previo, y me quedé viendo la sensacional escena de Kong en batalla contra los dinosaurios. En ambas oportunidades disfruté como un niño, que es lo que era cuando vi la versión original de Schoesdack y Cooper por primera vez. Creo que en ocasión de su estreno, el tsunami publicitario y el nivel de las expectativas hicieron que este Kong le supiese a poco a la gente –cuando en verdad no lo era, sino más bien todo lo contrario: se trata de una de las películas más espectaculares de la historia del cine, y lo seguirá siendo, estoy seguro, durante muchos años más.
Es verdad que Jackson contaba con dos elementos en su favor por los que cualquier cineasta mataría: una historia maravillosa y el presupuesto más abultado del mundo. Pero a esta altura ya sabemos que una producción multimillonaria y el más desaforado blitz publicitario no garantizan nada: Spider Man 3 costó más cara y es una verdadera porquería que, como suele pasar últimamente, debuta batiendo records y se hunde enseguida, cuando la noticia de su deficiente calidad se torna vox populi.
Las grandes expectativas suelen jugar en contra. Recuerdo haber visto el Dracula de Coppola en la función de su estreno en Nueva York –mi ansiedad era casi intolerable, ¡uno de mis directores favoritos haciendo una de mis historias predilectas!-, y haber salido de la sala medio desinflado: no podía decir que la película era mala, pero tampoco había sido lo que yo esperaba. Con el correr de las semanas lo que yo esperaba dejó de importar y entonces la vi por segunda vez: fue un descubrimiento. En medio de uno de esos montajes paralelos que Coppola hace como nadie (los tres Padrinos organizan su climax sobre el mismo recurso), tuve que reprimirme para no levantarme en la sala y empezar a agitar los brazos dirigiendo una orquesta imaginaria; tal fue la excitación que el brío de Coppola me produjo.
Supongo que la cabeza hace las ligazones que hace por alguna razón. Leyendo la vieja crítica que Vincent Canby hizo de este Dracula en el New York Times, me encontré con una frase que bien podría aplicarse al Kong de Jackson: “Trasciende el camp para convertirse en un testimonio de las glorias de la narración cinematográfica”. En realidad también hay otras frases de Canby que se le aplicarían: “Exhibe el entusiasmo de un estudiante de cine precoz que adquirió mágicamente el dominio de su arte en el nivel de un maestro. Es sorprendente, entretenida y también es siempre un poco too much”. Me puse a hablar de Kong porque al disfrutar nuevamente de su visión sentí que en ocasión de su estreno le cobraron a Jackson su éxito previo con El señor de los anillos. Me pareció que mucha gente iba a ver la película esperando El séptimo sello, cuando no se trataba de una remake de Bergman sino de una película clase B que mezcla géneros y no pretende más que dejarnos con la boca abierta ante sus fuegos artificiales. A mí el King Kong de Jackson me gustó desde el comienzo, qué quieren que les diga. Me tuvo en vilo, me asombró, me hizo reír. Algunas secuencias –como la mencionada de Kong versus los dinosaurios- me parecen magistrales, no sólo por la excelencia de su animación sino por ese aliento propio de los filmes de género, que hace que cuando uno cree que ya nada peor puede ocurrir, ocurre –y que cuando ya no existe manera de salvar al héroe, una salvación se materialice por la intervención del ingenio.
Los mejores momentos de Kong ocurren cuando Jackson narra con el entusiasmo de un aprendiz de brujo. Cada vez que la veo me digo que es posible que el cine haya sido inventado para otras cosas, pero que muy pocas de ellas le sientan tan bien como este tipo de aventuras deslumbrantes.