Marcelo Figueras
Hay dos cuestiones que no se apartan de mi mente desde el extraordinario triunfo de Barack Obama. En primer lugar las imágenes de Grant Park, en Chicago, durante el discurso de victoria: la convivencia de viejos y jóvenes, blancos, negros, latinos y orientales, de todas las extracciones sociales, unidos por la misma emoción, la misma sensación de estar formando parte de la historia viva y el mismo sentido de la esperanza. (Maureen Dowd contó en un artículo del New York Times que no paraba de ver gente blanca acercándose a gente negra y preguntándole cómo se sentía, para que tanto unos como otros confesasen al fin haber llorado como bebés el martes por la noche.) Me recuerda la emoción que siento cada vez que subo a los techos de la Ciudad Vieja, en Jerusalén. Al ver la yeshiva -la escuela religiosa judía-, la mezquita y la iglesia en el fondo, todo en un plano, coexistiendo en la paz de la misma mirada, uno se atreve a pensar en lo imposible y se pregunta: ¿por qué no?
La segunda cuestión fue el discurso de Obama, concebido sin duda alguna como un faro a brillar por muchos años desde los libros de historia. Más allá de los conceptos en sí mismos, disfruté sobremanera del lenguaje, propio de un escritor de gran calibre. ‘Un crítico teatral se quejó una vez de manera memorable, diciendo que aquella no había sido una buena noche para el idioma inglés’, escribió el celebrado ensayista James Wood en el New Yorker. ‘Entre otros triunfos, el martes por la noche (día de la elección) fue un muy buen día para el idioma inglés’. Wood no sólo distingue un tema central del discurso (‘la perfección de la Unión’, así con mayúscula), sino que liga el texto con sus dos antecedentes más claros. El primero es el Abraham Lincoln de los dos Discursos Inaugurales, de quien tomó no sólo intenciones -por ejemplo la de ‘vendar las heridas de la nación’- sino también citas directas (‘No somos enemigos, sino amigos’). ‘Lo que sugirió está claro -escribió Wood-: que los ocho años pasados han sido una suerte de guerra civil’. El otro conjurado, como era lógico y deseable, fue Martin Luther King Jr. Según Wood, Obama tomó una célebre frase de King Jr: ‘El arco de la moral universal es largo, pero se inclina hacia la justicia’, transformándola en la promesa de que más temprano que tarde pondremos nuestras manos ‘sobre el arco de la historia para inclinarlo una vez más hacia la esperanza de un día mejor’.
Durante toda la campaña pesó sobre Obama la acusación de ser ‘un hombre de palabras’, como si las palabras careciesen de valor, como si ya hubiesen perdido su valor definitorio -como si ya no comprometiesen a aquel que las pronuncia. Entre el presidente saliente, conocido torturador del lenguaje inglés, de los prisioneros extranjeros y de los derechos individuales, y el presidente entrante y su compulsión a la mot juste, ¿quién puede creer que el martes 4 de noviembre no ha sido un buen día para el mundo entero?