Marcelo Figueras
Los paradigmas pueden haber cambiado, pero mi sed de héroes sigue intacta. Muhammad Ali es el único de mi panteón que encontré en el área del deporte, un mundo al que no suelo frecuentar. Pero no lo considero un héroe por su talento sobre el ring, desde ya indiscutible, sino porque conservó su dignidad cuando su propio país –y me refiero al país más poderoso del mundo- se le puso en contra.
Siendo campeón del mundo, y además musulmán confeso, Ali se negó a combatir en Vietnam. A diferencia de Elvis, que en su momento se integró de buen grado al servicio activo (Lennon decía que Presley murió cuando aceptó vestir uniforme), Ali hizo uso de su derecho al disenso en un país democrático. Y pagó el precio que el sistema le arrancó –un precio altísimo, que Shakespeare calcularía en varias libras de carne-, sin chistar ni una sola vez. A fines de 1967 lo despojaron por decreto del título que había ganado en buena ley. Después le impidieron boxear, arrebatándole sus medios de vida. Todavía insatisfecho, el Estado le entabló juicio, condenándolo a cinco años de cárcel por desertor. Ali fue fiel a sus convicciones mientras entablaba la batalla legal, que finalmente lo eximiría de prisión. Y no cedió nunca. Durante los tres años que duró su exilio interior, fue figura resonante en los mítines más importantes en contra de aquella guerra. La Corte Suprema del Estado de New York terminó dándole la razón. La Historia lo haría un poco más tarde, al condenar de plano las razones que llevaron a los Estados Unidos a invadir Vietnam.
Confieso que cuando yo era pequeño lo detestaba. Lo vi demoler al argentino Ringo Bonavena en diciembre de 1970, en la TV blanco y negro del hotel de La Falda, Córdoba, en que mi familia vacacionaba por entonces. La inteligencia con que Ali enfrentó el combate, evitando los mamporros elementales del pobre Ringo y manejando la pelea a su antojo, me exasperó entonces. Con el tiempo supe más y mejor. Me ayudaron a entender Norman Mailer, el documental When We Were Kings y la película Ali, del talentoso Michael Mann. ¿Un negro que no se calla, negándose a jugar el juego a que lo conmina la mayoría blanca? Ali debe ser el único musulmán al que millones de sus compatriotas admiran hoy, en estos tiempos de demonización de su fe.
Los héroes de hoy no pueden hacer lo que era común a los héroes de antaño: ni matar, ni invadir, ni conquistar. Los héroes de hoy triunfan con las manos desnudas, o no triunfan. A menudo el sistema se muestra tan aplastantemente poderoso que no es mucho, o por lo menos muy ostensible, lo que se puede hacer para enfrentarlo: debido a ese contexto, el simple hecho de preservar la dignidad ha adquirido dimensiones heroicas. Cuando el sistema amenaza y tienta a la vez, los héroes de hoy, como Ali en su momento, son aquellos que parafrasean al Bartleby melvilliano y dicen, sin siquiera elevar su voz: Preferiría no hacerlo.