Marcelo Figueras
Para qué ocultarlo: el martes fue un día horrible. Se cayó un proyecto en el que tenía puesta toda mi pasión y mi esperanza. Al rato me enteré de que alguien había usado los datos de mi tarjeta para comprar electrodomésticos por valor de mil euros en Alicante. (Ciudad que nunca visité en mi vida, dicho sea de paso.) La idea de la gente pobre con la heladera vacía, después de tantos días de desabastecimiento, me alteraba los nervios. Para colmo el discurso de Cristina Kirchner en la Plaza me sonó desangelado, la vi golpeada por un dolor que -era obvio- no alcanzaba a digerir. Enseguida cayó una tormenta feroz, como imagina uno que fue aquella que rajó el Templo. En ese marco, la imagen de Hebe de Bonafini quitándose el pañuelo blanco y dándoselo a la Presidenta me produjo emociones encontradas. Era un homenaje y un reconocimiento, sí. Pero algo me llevó a preguntarme si no era la única forma que Hebe encontró para decir: Nadie entiende lo que sentís mejor que yo.
Después de cenar, mientras me aturdía con la televisión, puse la mano en la panza embarazada de mi mujer como hago cien veces al día. Y entonces ocurrió. El movimiento levísimo, como si alguien deslizase una hoja verde del lado de adentro de la piel. Mi mujer ya venía sintiéndolo desde días atrás, pero yo no tenía esperanzas de registrarlo por mucho tiempo más: ¡si todavía no llega a los cinco meses de gestación!
Estas cosas pasan mucho en las películas porque (afortunadamente) pasan también en la vida real.
El martes fue un día maravilloso. Sentí moverse a nuestro hijo por primera vez, y eso me lavó de todos los sinsabores.
Es un varón. El primero para ambos.