Marcelo Figueras
No sé bien qué pienso sobre I’m Not There. (¿Dónde figura que uno debe tener ideas claras y definidas sobre todo? Si así fuese, la vida sería tanto menos interesante…) A la película de Todd Haynes hay que reconocerle el mérito de romper con las convenciones de las biopics sobre ídolos musicales, al estilo Ray y Johnny & June. Es verdad que la figura sobre la que gira lo pide a gritos: Bob Dylan es un personaje infinitamente más complejo que Ray Charles o Johnny Cash. En este sentido, que Haynes haya decidido fragmentar a ‘Dylan’ en varias personalidades es un hallazgo que encuentra sustento en la biografía pura y dura.
Dylan ha sido, o cuanto menos puede haber sido, todos aquellos a los que Haynes da distintos rostros. El niño infatuado con el cantante folk Woody Guthrie (Marcus Carl Franklin). El trovador de protesta (Christian Bale). El actor que se cree su propio personaje (Heath Ledger). El poeta que se hace llamar Arthur Rimbaud (Ben Whishaw). El arlequín andrógino que no quiere convertirse en esclavo de su público (Cate Blanchett). El artista que decide someterse a las constricciones de una fe religiosa (otra vez Christian Bale). Y el renegado que huye de la civilización, tan sólo para ser alcanzado por su destino (Richard Gere). Para ser sinceros, Dylan es de los pocos artistas que justifica una mirada tan caleidoscópica. Sólo se me ocurre una figura parangonable, y ese es el Shakespeare de quien Borges decía que era a la vez ‘todos y ninguno’.
Lo que no sé es si la película puede ser apreciada y disfrutada por alguien que no sea un dylanófilo. Por supuesto, la música es magnífica y el film vale aunque más no sea por la actuación de Cate Blanchett, que guiada por Haynes da en la tecla del Dylan que giró por Londres en el inicio de su etapa eléctrica, aquella que le valió el mote de ‘Judas’ de parte de los puristas del folk; ese Dylan era en efecto un arlequín, filoso y frágil a la vez, una figura inquietante que puso en juego su vida para romper con el molde del cantante de protesta del que se había valido hasta entonces.
Pero para la mayor parte del público -y también para algunos dylanófilos, estoy seguro-, el film girará cada vez a mayor velocidad como un remolino y finalmente desaparecerá sin dejar rastros, perdiéndose en el misterio que es su centro. Porque Dylan, como la película lo acepta desde su título, no está allí. Habiendo sido todos esos, como en el texto borgiano, termina no siendo ninguno. Lo único que nos quedan son los signos de su paso: las imágenes que produjo, sus sonidos, lo que tocó, lo que transformó, lo que rompió. Y eso, al menos para los que verdaderamente apreciamos la obra de Dylan, es más que bastante.
Quizás haya sido eso todo lo que Haynes quiso decir.