Marcelo Figueras
A esta altura de la soirée, en este mundo que insiste con la cantinela de que todo lo bueno es mensurable o no es bueno (medible en cifras de dinero, en exposición mediática, en años), creo que se impone pedirle a los científicos que midan algo verdaderamente importante: verbigracia, la vida que agrega a nuestra vida el disfrute de ciertos artistas.
El otro día vi por Canal 13 el concierto con que Les Luthiers celebraron sus 40 años de trayectoria. Fue una versión abreviada, por no decir Tupac Amarizada (en ningún sitio se miden más las cosas que en la TV), pero de todos modos disfruté como loco. Mi memoria es una bestia caprichosísima, y aun así recuerdo como si fuese ayer la primera vez que los vi. (También por TV. También por Canal 13.) Yo estaba en edad escolar. Había visto las promociones del programa, entendiendo que se trataba de un ensamble de música culta. Fui a dar las buenas noches a mis padres a eso de las diez, coincidiendo con el comienzo del programa. (Que era el tape de una de sus presentaciones teatrales.) Y entre besos y despedidas empecé a reír. Fue la primera vez que escuché La Bossa Nostra. Fue la primera vez que canté ese himno a la derrota llamado Ya el sol asomaba en el poniente, que con aires marciales profetizaba la experiencia argentina de las décadas por venir: ‘Perdimos, perdimos, perdimos… otra vez’.
Desde entonces vi cada uno de sus espectáculos y, como tantos miles de personas, erigí en mi alma un altar al por demás impresentable Mastropiero. Todavía recuerdo de memoria todas esas canciones, todas esas letras. De tanto en tanto las reuniones familiares se convierten en un concierto informal. Mis hermanos y yo podemos cantar de pe a pa la Cantata de don Rodrigo Díaz de Carrera, que es casi tan larga como cualquier acto de La Traviata. Nunca nos olvidamos de aquella noche en San Bernardo, cuando al cantar el Arrullo Puneño de dicha Cantata sobresaltamos tanto a la abuela Julia que terminó soltando la pila de platos y produciendo un verdadero desastre.
Lo que quiero decir es que tengo con esta gente (Mundstock, Rabinovich, Núñez Cortés, López Puccio, Maronna y los hoy ausentes -por motivos harto diferentes- Ernesto Acher y Gerardo Masana) una deuda de gratitud que jamás podría saldar en dinero aunque tuviese la fortuna del padre de Paris Hilton. Si los científicos hubiesen pergeñado el aparatito que les reclamo, yo podría decir hoy que Les Luthiers alargaron mi vida en… (Diez días, seis meses, tres años, lo que la tecnología diga.) En la imposibilidad de ser preciso, me veo compelido a afirmar tan sólo que las risas y el placer que Les Luthiers me prodigaron durante tantos años han hecho mi vida no sólo más larga -porque la felicidad es la fórmula natural del Viagra- sino también mejor.
Gracias, muchachos. De todo corazón.