Marcelo Figueras
La cuestión me preocupa. ¿Por qué será que las nuevas generaciones -algunas tan nuevas como para haber pisado apenas la adolescencia- sienten esa compulsión de intoxicarse cuando salen a (lo que se supone es) divertirse? Ojo que no hablo desde el prejuicio. No tengo nada contra el alcohol ni tampoco contra el uso recreacional de algunas sustancias, aunque desconfío de las pastillas que encapsulan algo que no sé qué es y que proceden de un laboratorio al que no puedo demandar porque no existe, al menos legalmente. Lo que me desvela es la forma en que eligen intoxicarse. Una cosa es beber durante una juerga, y otra muy distinta beber antes (lo que en la Argentina se denomina hoy: ‘la previa’) tanto como para llegar totalmente emplastados y descompuestos al inicio de la cita. A la mañana siguiente muchos pibes no recuerdan nada de lo que hicieron. (¿Cuál es la gracia de divertirse si después no lo recuerdo?) Otros tantos ni siquiera saben cómo fue que regresaron a casa.
No me desgarro las vestiduras. Imagino que la mayoría sobrevivirá a los excesos y pondrá proa al norte más temprano que tarde, como los representantes de tantas otras generaciones. Pero corríjanme si me equivoco. Yo percibo otra ansiedad en la raíz de estos descontroles. Algo más parecido a la angustia, al vértigo ante un abismo, que a la simple energía desbordada que es propia de la juventud.
En la Argentina, durante la adolescencia que me tocó en suerte, mi generación estaba demasiado preocupada por la supervivencia -hablo de los tiempos de la dictadura- como para permitirse el desmadre. La necesidad de controlarnos a nosotros mismos hasta la exasperación (una palabra a destiempo, una reacción destemplada, y podía ser el fin) terminó pasándonos factura mucho después. Nos condenó a una adolescencia a destiempo. Estallamos mal, porque para ese entonces estábamos en condiciones de hacer más daño (a los hijos que ya existían, por ejemplo), pero estallamos al fin -por suerte, dadas las circunstancias.
Lo que me pregunto es si nos equivocamos al creer que los que venían después nuestro lo tendrían todo, por el simple hecho de circular en libertad, de vestirse como quieren, de poder expresar la opinión que les venga en gana sin padecer al Palito de Abollar Ideologías. (Mafalda dixit.) Está visto que la democracia, en la que nosotros depositábamos todas nuestras esperanzas, no significa para ellos garantía alguna de felicidad. Porque ni les asegura que podrán vivir bien (esto pasa tanto en Latinoamérica como en la España de los mileuristas), ni les ofrece una causa por la que valga la pena luchar, entregándose de lleno y cargando sus días de sentido.
¿Les hemos fallado tanto? ¿Hemos sido cómplices, aunque más no sea por omisión, en esta reducción de la existencia a un trámite burocrático que el sistema ha operado con tanta astucia? ¿Los convencimos, queriéndolo o no, de que viven en un mundo donde nada puede cambiar para mejor?
Pregunto porque me duele. Porque quiero hacer algo. Porque no deseo saber de más muertos por sobredosis y mixes explosivos. Y porque me gustaría que tantos chicos dejasen de incendiar sus neuronas a lo bonzo.
Las necesitaremos todas para salir de este pozo.