Marcelo Figueras
Acabo de hacer algo imperdonable. Le reclamé un amigo un libro que le había prestado, antes de que pudiese leerlo. Por supuesto que tengo una buena excusa para ello, pero todos los criminales tenemos una. En plena escritura de una novela, sentí la necesidad de releer Divisadero de Michael Ondaatje en la esperanza -ingenua, lo admito- de que algo de esa inspiración se me pegue aunque más no sea al mancharme los dedos pasando páginas.
En el comienzo me reencontré con una frase que Ondaatje atribuye a Nietzsche: "El arte existe para que la verdad no nos destruya". Lanzado a romper tabúes como estaba, me permití descreer del viejo Friedrich. A fin de cuentas la verdad no es para tanto. Nacemos y morimos, a menudo sin hacer demasiado entre una y otra formulación verbal. Somos un destello de luz -y no hay luz que no genere sombras- en el universo infinito. En todo caso la verdad que puede llegar a destruirnos es la de nuestra insignificancia. Allí sí que el arte cobra sentido. ¿Qué sería de nuestras vidas si no hubiesen sido iluminadas por tantos libros, por tantos filmes, por tantas pinturas, por tanta música? Aunque más no sea durante un instante, traten de imaginar el trajín de una vida sin Mozart, sin Beatles, sin Miguel Angel, sin Picasso (cada uno de ustedes puede armar su propia lista de ausencias intolerables), y peor aún: sin instrumentos, pinceles y cinceles con que emularlos. ¡Cuán intolerable sería una existencia sin Coppola ni Brando, sin Dickens ni Shakespeare!
El arte existe para que avizoremos las alturas a que podremos llegar el día que seamos más fuertes que nuestros peores instintos.
Prometo volver a prestar el libro en breve, apenas se me vayan los pájaros de la cabeza. Esa es otra de las maravillas del arte, una característica que lo convierte en uno de nuestros bienes más preciados: que además de iluminarnos la vida nos llena de ganas de compartir la experiencia con cuanto Cristo se nos cruce delante.
Que tengan un bonito fin de semana. (Lleno de arte, quiero decir.)