Marcelo Figueras
Terminé Earthly Powers, nomás. Seiscientas cincuenta páginas en mi edición de Penguin, e imagino que bastantes más en la traducción que según vi acaba de salir en España. Una novela monumental, no tanto por lo obvio -además de su extensión, la ambición de repasar los momentos y las cuestiones cruciales del siglo XX: las dos guerras mundiales, el racismo, la persecución de la homosexualidad, el lado oscuro de la religión institucionalizada-, sino por su voluntad de interrogarse sobre la cuestión última, esto es, la posibilidad del bien en un mundo descorazonador.
Earthly Powers, de Anthony Burgess, es la historia de Kenneth Marchal Toomey, un escritor británico y ocasional letrista que imagino moldeado a imagen de Noel Coward, por su homosexualidad y por su dandismo. Hermano de un comediante popular y de una prestigiosa escultora, cuñado de un compositor de Hollywood y pariente político de un Papa imaginario -Gregorio XVII, un eco de la imagen benévola y progresista de Juan XXIII-, Toomey es un personaje fantástico para narrar el siglo XX por su indiscutible ubicuidad. Puede contar desde la vida cotidiana en Londres durante la Primera Guerra -el racionamiento, el auge del espectáculo escapista- hasta la Alemania del Tercer Reich, que conoce al principio en su carácter de autor adaptado por el cine alemán, y después al intentar rescatar a un Nobel de literatura de manos de los nazis. Es que Toomey ha estado en todas partes, y los ha conocido a todos: desde James Joyce hasta Joseph Goebbels, desde Ernest Hemingway hasta las más fulgurantes estrellas de Hollywood.
Pero en otro sentido -el esencial- Toomey parece el vehículo menos indicado para ocuparse del tema central de la novela. Escritor popular y conscientemente liviano, homosexual encubierto durante la mayor parte de su existencia, Quijote destinado al fracaso en cada una de sus luchas -desde el amor, pasando por el rescate del Nobel, hasta su intervención en un juicio por obscenidad y su participación en el proceso por la canonización de Gregorio-, Toomey no está en la mejor de las condiciones para hablar de la posibilidad del Bien -y por ende, de la Fe. ¿Qué clase de testimonio dará un hombre partido al medio por un Dios que lo creó por amor y otro Dios -el mismo, acaso- que lo ha condenado a una vida de infelicidad al hacerlo tal cual es?
Burgess hace un gran uso de sus fortes: el lenguaje en todos sus regstros, música antes que nada; su saber enciclopédico; la forma punzante en que mira la Historia, buscando el bosque detrás de cada árbol. No cabe duda que Earthly Powers es su obra más ambiciosa. Y quizás sea la más lograda, porque despliega como ninguna otra su tema favorito, planteado ya en su obra más popular, la novela Una naranja mecánica. ¿Qué clase de criatura es el hombre? ¿Una bestia destinada al mal, desde su origen maculado por pecado original y naturaleza concupiscente? ¿O también una criatura capaz de elevarse por encima de su circunstancia, para producir hechos -la belleza de una obra artística, un acto de bondad o de desprendimiento- que nunca podrán ser medidos por sus resultados, sino apenas por su valor intrínseco?
La novela está atravesada por discusiones filosóficas y religiosas. Parte del mérito de Burgess pasa por el oficio con que, a pesar de ello, hurta el cuerpo al pecado del aburriento. Pero el mérito mayor es otro: la mirada impiadosa, que le impide hacer la más mínima concesión al sentimentalismo o las respuestas facilistas. Este es un mundo complejo, y Earthly Powers es una novela adulta que no se rebaja a alentar falsas expectativas. Aquí una obra genial puede ser ignorada y un milagro producir consecuencias horrendas. Earthly Powers coincide con el Dios de los Testamentos al reafirmar el libre albedrío de los hombres, pero se aparta de la tradición al sostener que no existe juez más inflexible ni más justo de nuestros actos, que aquel que habita en el silencio de nuestro corazón.
Publicada por primera vez en 1980, Earthly Powers es de esas novelas que ya no se escriben.