Marcelo Figueras
Aquellos que otorgamos a la palabra un valor sagrado como instrumento de verdad y belleza, deberíamos ser los primeros en indignarnos cuando se la usa para engañar, para confundir o simplemente para mentir. En un artículo publicado ayer por Página 12, Ricardo Forster alertaba sobre el empleo avieso del término ‘anacronismo’, tan frecuente en labios de cierto periodismo de este país. ‘Anacrónico’ (‘en desacuerdo con la época presente’, asegura mi María Moliner) es como se define hoy aquí a todo hecho político tendiente a beneficiar a las masas menos favorecidas, y a los intentos de devolverle al Estado la fuerza que otrora tuvo, como actor principal en la persecución del bienestar de las mayorías. También suele tildarse de ‘anacrónica’ la actuación de la Justicia en materia de derechos humanos. ¡Evo Morales es para ellos un anacronismo vivo! Y del mismo modo consideran ‘anacrónica’ toda defensa de las ideologías -así, en un plural tan preciso como maravilloso-, en tanto datarían de un tiempo en que todavía eran útiles, o sea de los momentos postreros de la Historia, previos al triunfo ¿indiscutido? del sistema capitalista y la consagración del Discurso Único. Si de algo sirven los diarios de estos días (¡Beijing! ¡Osetia!) es para demostrarnos no sólo que la Historia prosigue, mal que le pese a Fukuyama, sino también que está muy pero muy lejos de convertirse en un monólogo.
Nada me haría más feliz que descubrir que la justicia social y la defensa de los derechos humanos se han vuelto anacrónicas, como conceptos y también como inspiradoras de políticas. Eso significaría que ya han sido obtenidas y se han vuelto parte del sistema, lo que tornaría innecesaria su mención y por lo tanto toda retórica en torno del tema. Pero hasta donde alcanzo a ver los pobres son cada vez más, y en consecuencia la violación de sus derechos se multiplica también, aunque más no fuere por obra y gracia de las demoníacas matemáticas. Y si mi juicio no me falla, la idealización del mercado como gran regulador reveló hace ya tiempo sus pies de barro: queda claro que las sociedades no pueden ser gobernadas como empresas, porque en las empresas existe siempre la posibilidad de un despido justo pero las sociedades no pueden despedir a los que sobran, a los que no resultan funcionales a su sistema de creciente exclusión.
Muchos comunicadores utilizan la palabra ‘anacronismo’ tratando de descalificar a los que todavía soñamos y trabajamos por una sociedad más justa. Pero en sus labios suena más bien a admisión de la propia derrota. Sangran por no haber podido confinar el reclamo al desván de las cosas tan viejas como inútiles: les tranquilizaría saber que la justicia social y las ideologías se cubren de polvo entre radios de galena y lámparas a gas. Pero aunque les pese, el deseo de mejorar al mundo sigue actuante entre nosotros.
Parafraseando a Cortázar: este anacronismo está sonando mañana.