Marcelo Figueras
Conversando con amigos en Mendoza recordé una anécdota de esas que le marcan a uno la vida. Ocurrió hace algunos años, cuando mi hija más pequeña estaba todavía en la escuela primaria.
En aquel entonces mi hija descubrió que su hermana mayor, que le lleva ocho años y medio, guardaba en su cartera una caja de preservativos que obviamente intentaba usar con su novio de siempre. Angustiada ante la evidencia de la actividad sexual de su hermana (cuando somos niños ni siquiera toleramos la noción del sexo entre nuestros padres, sin el cual no existiríamos), hizo algo predecible: compartió la inquietud con sus amigas. Buscaba consuelo, no me cabe duda. Lo que obtuvo fue otra cosa.
Es evidente que alguna de aquellas niñas contó en su casa lo que angustiaba a Milena. Lo sé porque a los pocos días me convocaron desde el colegio para que me presentase a una reunión. Allí me expresaron que habían recibido ‘la inquietud’ de algunos padres –en realidad las que acudieron a denunciar fueron madres, guardianas de la virtud de su prole- respecto de la conducta de Milena. Supongo que encontraban reprobable que una niña en edad escolar hablase de sexo, aun cuando lo hiciese para expresar la angustia que le generaba la evidencia sobre la madurez de su hermana mayor.
Ya no recuerdo bien qué pretendían de mí. Supongo que esperarían que le prohibiese a Milena hablar de ‘esas cosas’ en el colegio. Lo que sí recuerdo es que durante algún tiempo algunas de sus compañeras rechazaron todas las invitaciones de parte de Mile; se ve que sus padres temían que sus hijas visitasen mi casa-lupanar.
El único motivo por el cual no la saqué de esa escuela (temía que Mile fuese demasiado pequeña para estar expuesta a tanta hipocresía, a la marginación social y a la persecución) fue porque ella misma no quiso. Pero desde entonces creo que le debo a esas madres la muerte de la inocencia de mi hija. Lo pienso cada vez que me las cruzo en la puerta de la escuela, donde me sonríen para disimular que en realidad son ménades como las del cuento de Cortázar; si pudiesen me saltarían a la garganta.
Yo rezo a diario para que aquel dolor no le haya enseñado a Milena a encerrarse, a pensar que uno debe cuidarse hasta de sus amigos.