Marcelo Figueras
Ravensburg también se salvó de las bombas. A pesar de que muy cerca se producían los infames zeppelines, los aviones enemigos perdonaron a la ciudad medieval. Que de allí en más hizo honor a la gracia de esa supervivencia: pocos sitios he visto más preocupados en conservar estructura y fachada de sus casas, que siguen siendo un flash del pasado a pesar de su adaptación a las necesidades modernas. La amiga Anek me lleva a ver la sala donde delibera el Concejo Municipal: aunque la mesa, la iluminación y los micrófonos hablan del presente, el resto de la estancia es la misma que albergó a los concejales de Ravensburg durante los últimos cuatro o cinco siglos. Techos de madera. Vitreaux. En uno de los muros, el mapa centenario de la ciudad amurallada.
El edificio contiguo es lo que se llama la Torre de las Trompetas. Allí vivían prácticamente dos trompetistas -uno católico, el otro protestante- que soplaban de manera estridente para levantar a la población, marcarle la hora del almuerzo, la vuelta al trabajo y el receso de la tarde. Ravensburg es una ciudad de torres. Anek me pregunta qué tan viejos pueden llegar a ser los edificios de Argentina. Con alguna excepción, nada más allá del siglo diecinueve. Somos tan nuevos, pienso. Y después me corrijo. En realidad somos tan antiguos como el que más, pero casi nada nos queda de las civilizaciones originarias. Somos, más bien, hijos de las cenizas de los pobladores naturales de América.
Por la noche, la lectura en la librería RavensBuch es un verdadero placer. Esta vez el actor encargado de leer los textos traducidos al alemán es Steffen Nowak. Durante la cena no puedo dejar de desdoblarme, y mientras trato de entender algo de la conversación (mis cinco años en el Goethe Institut no han quedado del todo en el olvido), me desdoblo y pienso en la situación: ¿qué hago allí, tan lejos de casa, en la cálida compañía de gente con la que no comparto casi nada -empezando por el idioma y el continente- y que, sin embargo, se manifiesta emocionada por mis historias? No se dejen engañar: la vida de un escritor puede resultar maravillosa aun hoy.
Después de cenar caminamos por una ciudad vacía. Resulta difícil sustraerse a la tentación de imaginarse en un set de cine, al que Errol Flynn saltará en cualquier momento desde un balcón utilizando una cortina como liana.
Por la mañana, en la estación de tren, descubro un zeppelin en el cielo. Quiero decir un zeppelin de verdad, no esos globos que GoodYear utilizaba para promocionar sus cubiertas. A la distancia, no alcanzo a leer las letras que lleva pintadas en su costado. Pero es lo que es, sin dudas.
A veces pienso que nuestra capacidad de destrucción está sobrevalorada. La vida es siempre más fuerte que nuestros peores instintos.