Marcelo Figueras
En el post de ayer atribuí, del modo más genérico, la muerte de algunos estudiantes de los ’70 a la ‘sinrazón’ de sus victimarios. Lo hice sin pensar profundamente, dejándome llevar por la clase de verdad que le concedemos a un pronunciamiento poético. De inmediato la amiga Valeria hizo oír su voz y objetó el término. Estimo, por sus propias correcciones ulteriores, que Valeria apuntaba al reconocimiento de la ‘razón’ cierta que había detrás de proyectos políticos y sociales opuestos: el modelo autoritario de economía liberal que propugnaron los militares, el modelo de democracia popular con justicia social que alentaban las organizaciones de izquierda de entonces. Esos proyectos existían, y esta gente concreta los avalaba; en este sentido, nada más lejano de mi intención que sugerir que los chicos de la Noche de los Lápices y el estudiante de cine Mario Montaner eran inocentes que ‘no estaban en nada’. Hasta donde entiendo eran militantes políticos, con toda la pasión y la inexperiencia de sus cortos años.
Mi intención -pura intuición, hasta ahora- fue la de poner en primer plano la sinrazón que palpita debajo de la razón. Está claro que el plan ejecutado por los militares existía y que era, además, perfectamente racional, del mismo modo en que existió un plan hitlerista que respondía a una lógica que no era nada sino cartesiana. Pero por debajo de las cabezas pensantes (por debajo en todos los sentidos: en la estructura verticalista que ejecuta las políticas, y hasta en los cuerpos mismos de las cabezas que urdieron el esquema), lo que se me ocurrió llamar ‘sinrazón’ -lo atávico, lo instintivo, lo compulsivo- jugó sin duda un rol fundamental en el devenir de los hechos.
Si pudiese medirse científicamente 1el compromiso de un hombre con una política o una causa, ¿qué porcentaje habría que atribuirle a una decisión objetiva, pensada hasta sus últimas consecuencias, y qué porcentaje a motivaciones que ni siquiera es capaz de hacer conscientes? Quiero decir: el sargento que participaba de un operativo de secuestro, ¿lo hacía porque estaba ciento por ciento convencido de la causa militar, o también porque deseaba conservar su trabajo? Sin el menor deseo de ponerme psicologista y proporcionar excusas a los responsables, estoy seguro de que la mayoría de los violentos de uniforme y de sus cómplices civiles hicieron lo que hicieron por ideología, sí, pero además por otras causas tan soterradas como poderosas: porque los hacía sentirse bien formar parte del bando de los vencedores, porque la práctica de la violencia convenía a su morbo, por fidelidad a su casta o a su clase, porque no encontraban mejor forma de enfrentar su miedo a lo desconocido (el ‘peligro rojo’), porque les convenía económicamente, por instinto de autopreservación… El plan de Hitler para llegar al poder era funcional y operativo en términos políticos, y al mismo tiempo era una articulación de los propios miedos y fobias de su autor; si funcionó como funcionó se debe a que supo pulsar, también, los miedos y fobias -me refiero a las pulsiones de lo irracional- de los millones que terminaron convirtiéndose en acólitos.
Mañana la termino.