Marcelo Figueras
Deadwood es una serie histórica, en todas las acepciones del término. Porque dramatiza la transformación del Salvaje Oeste en las últimas décadas del siglo XIX -su tránsito hacia las formalidades de la civilización-, y porque lo hace con el salvajismo y el sentido común que es la cualidad central de sus personajes. Llena de figuras reales arrancadas a la Historia (yo sabía de Wild Bill Hickock y de Calamity Jane, pero ignoraba que sus personajes centrales, Seth Bullock y Al Swearengen, también existieron), Deadwood analiza el proceso por el cual el campamento homónimo, que fue creado como dormitorio para los buscadores de oro, terminó anexado al territorio de los Estados Unidos como una ciudad hecha y derecha. (De hecho existe todavía, en South Dakota.) Original de HBO, la serie tuvo tres temporadas. Yo sólo vi la primera editada en DVD, y ya estoy haciendo planes para conseguir las temporadas restantes.
Si bien es una historia coral, el nudo del relato pasa por Al Swearengen (Ian McShane). Dueño del Gem Saloon, que funciona como burdel y expendio de todo tipo de sustancias recreativas -opio incluido-, Swearengen es un personaje más grande que la vida misma. Brutal y expansivo, cruel y dueño de un perverso sentido del humor, Swearengen es el amo y señor de facto del pueblo. Con el correr del relato se empieza a apreciar que el desempeño de Swearengen no tiene por objetivo tan sólo el poder por el poder mismo: si no fuese por sus oficios -bárbaros y discutibles, por cierto- la comunidad de Deadwood se desintegraría en cuestión de días.
McShane está soberbio, consciente de tener entre manos un personaje de dimensiones shakespirianas -por su ambición, por su lenguaje, por su capacidad de atesorar contradicciones sin quebrarse. Al menos durante la primera temporada, Swearengen es el personaje que mejor simboliza Deadwood: porque encuentra la manera de sobrevivir a la transformación sin perder casi ninguna de sus mañas. En este sentido la serie creada por David Milch también es histórica. Deadwood explica mejor que mil tratados las razones por las cuales el capitalismo funcionó en un sistema semejante. ¿O acaso no permitió -no permite- que el ser humano exprese en el marco de sus cánones toda su compulsión salvaje?