Marcelo Figueras
Me pareció brillante el artículo de Andrés Neuman en la última edición de Babelia, titulado Querido personaje. Allí Neuman alerta contra los riesgos que supone esta ‘literatura del yo’ o ‘autoficción’ que está tan de moda y que en su gran mayoría es producto -esto no es cosa de Neuman, sino mía- de una enorme pereza intelectual disfrazada de tesis literaria.
Neuman no critica la utilización de la primera persona, el yo manifiesto del texto. No hay nada de malo en este tipo de narraciones. (Yo apelé a ese recurso para la novela Kamchatka, dicho sea de paso.) Este ‘yo’ que se hace cargo del cuento no tiene por qué ser necesariamente solipsista, prisionero de sí mismo, esclavo de una mirada del universo tan estrecha como mirilla de puerta a la que se le han echado mil llaves.
"Nada más tiránico que la voz de algunas novelas donde el yo abarca el cien por cien del mundo y ese mundo resulta hermético, restringido", escribió Neuman. "Hay primeras personas tan monolíticas como una tercera persona anticuada, porque fijan la realidad desde una perspectiva uniformadora y carecen de la distancia suficiente para alcanzar la sinceridad respecto a sus propios conflictos".
El problema existe cuando ese ‘yo’ que escribe, emplee la persona gramatical que emplee, renuncia a la imaginación para reemplazarla por un monólogo (perdón por la cacofonía) monocorde que pretende pasar por recreación de la experiencia, o de la infinita subjetividad de la percepción. "El tránsito del (siglo) XIX al XXI, más que por el salto de la unidad al fragmento, parece marcado por el paso de la literatura gótica a la egótica", dice Neuman.
La divisoria de aguas no se verifica en el acto de "escribir o no sobre la propia vida, cosa que hacemos siempre de un modo u otro. La pregunta es en qué grado, con cuánta elaboración se hace", prosigue Neuman. Y a la hora de reflexionar sobre la vida que le ha tocado en suerte, de reinventarla, de reelaborarla, el escritor dispone de un recurso riquísimo -o mejor aún, virtualmente inagotable, del que resultaría irresponsable prescindir: la creación de (otros) personajes. ¿O no lamentan ustedes tanto como yo la escasez de personajes maravillosos que es tan manifiesta en la literatura de hoy?
"Un buen personaje tiene la exactitud de un espejo (él es yo), la transparencia de un cristal (él es ellos), la ductilidad de un títere (él es cualquiera), la improvisación de un poema (yo no sé quién es él)", nos recuerda Neuman. Esta posibilidad de calzarnos otras pieles, mirar a través de prismas insólitos y hacernos cargo de experiencias ajenas es uno de los más grandes valores comparativos de la literatura, en el puro terreno de la posibilidades que abre el Arte. Al mismo tiempo opera como fuente inagotable de conocimiento para el escritor, que acorta su camino hacia esa Consciencia Total de la que hablaba Martin Amis en relación a Augie March / Saul Bellow: cuantos más personajes hemos ‘sido’ en profundidad, más rica será nuestra perspectiva del fenómeno humano. Y finalmente –last but not least- es preciso considerar el aspecto lúdico de la creación literaria, esto es la invitación a crear y experimentar e imaginar que figura de modo tácito en la página blanca que nos enfrenta en el amanecer de cada relato. Pudiendo ser Quijote o James Bond o Peter Pan o un axolotl o alguien de sexo opuesto o un gigante o un cronopio, ¿dónde está la maldita gracia de seguir siendo tan sólo uno mismo?