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La batalla por la identidad

Por 25 de septiembre de 2006 Sin comentarios

Marcelo Figueras

Me quedé enganchado con una frase que el músico Ben Harper atribuía ayer, en el dominical de El País, nada menos que a Kurt Cobain: “Prefiero que la gente me odie por ser quien soy a que me ame por lo que no soy”. No puedo estar más de acuerdo, pero tampoco se me escapa la tremenda dificultad que entraña atenerse a este código: para que la gente pueda llegar a odiarnos o a amarnos por ser quienes somos, lo primero que debemos hacer es tenerlo claro. Y la definición de la propia identidad, que solemos dar por sentada, es por el contrario una tarea prolongada, ardua y seguramente interminable; quizás nunca lo haya sido más que en estos tiempos, tan generosos a la hora de vendernos máscaras con que disimular nuestros rostros desprovistos de rasgos.

A la hora de definirnos solemos recurrir a las señas heredadas: familiares por una parte, nacionales por otra (no es lo mismo ser estadounidense que sudanés, en este mundo), y también sociales. A medida que empezamos a andar solos, cuestiones como la elección de carrera –una decisión a la que el sustantivo elección suele quedarle holgada, cuando el margen de decisión, como en el caso de la enorme mayoría de los mortales, es restringido o nulo- y la formación de una pareja o familia acotan nuestro horizonte de forma casi definitiva; a partir de allí, nuestra identidad queda casi limitada a nuestras opciones como consumidores: somos lo que compramos, lo que comemos, lo que vestimos, somos nuestro iPod y nuestro sitio de vacaciones, somos el color de nuestro cabello y el barrio en que vivimos. Al aceptar este juego olvidamos que la identidad es una búsqueda que se consuma a diario, bajo la espada de Damocles de su propio contrario, el peligro de la pérdida de identidad, de la indefinición, de la disolución en el mar de las mediocridades. Hay algo de batalla en esta lucha cotidiana, la amenaza constante que Leonard Cohen insinúa tan bien en su canción Bird On The Wire: “Como el pájaro que se posa encima de un cable / Como el borracho en el coro de la medianoche / He tratado, a mi manera / De ser libre”. La tensión entre el ser y el no ser queda expresada por la oposición entre el mendigo que le sugiere que no pida demasiado, y la mujer bella que le dice: “Hey, ¿por qué no pedir algo más?”

La cuestión de la identidad volvió a mi mente con el caso de Jorge Julio López, nuestro nuevo desaparecido. López tiene 77 años, fue albañil toda su vida; eso es lo que era, de hecho, cuando lo secuestraron los secuaces del policía Miguel Etchecolatz a mediados de los años 70. El testimonio de López, que recordaba a la perfección la voz de su cancerbero reclamando que subiesen el voltaje de la picana que lo torturaba, fue fundamental para obtener la condena a prisión perpetua que se le otorgó a Etchecolatz la semana pasada. El día que se conoció el veredicto López no acudió al juzgado. Escribo esto en la medianoche del domingo, cuando López sigue sin aparecer desde hace una semana y el gobierno de la provincia ofrece $200.000 por información sobre su paradero.

Existe la posibilidad de que alguien lo haya secuestrado para pagarle con violencia su testimonio en contra del célebre represor; es una opción que trato de no considerar demasiado, porque de ser cierta implicaría que estamos a una distancia del horror mucho más corta de la que creía. Pero también existe otra opción, no menos terrible, que es la que sostienen sus familiares, por ejemplo su hijo Gustavo. Según Gustavo López, las consecuencias psicológicas de la experiencia de los 70 fueron tremendas para su padre, y la necesidad de revivirlas para el juicio, que además lo obligaba a enfrentarse cara a cara con su torturador, puede haberlo hundido en una crisis que lo movió a escapar de su casa, en posesión de un pequeño cuchillo que ya no está entre sus cosas y calzado con unos borceguíes que no solía usar.

Entre la gente abocada a su búsqueda hay un grupo de psicólogos, lo cual no debería sorprender a nadie. Buena parte de los sobrevivientes de los campos de concentración eran gente de clase media, que se procuró acceso a tratamientos psicológicos para sobreponerse al horror vivido; López, en cambio, era un hombre sencillo (sólo pudo completar el segundo grado de la escuela primaria) que casi no hablaba de aquella experiencia pero que alimentaba el deseo de ver preso a aquel que lo desposeyó de su identidad para convertirlo en un número primero y en un guiñapo después. Es fácil imaginar que durante décadas López rearmó su propia identidad, depositándola sobre el andamio de su reclamo de justicia; y que la finalización del juicio a su verdugo le haya robado de alguna manera su razón de ser. De ser así, sería otra muestra más de la perversión asumida por las prácticas represivas de la dictadura: Etchecolatz le quitó a López su identidad en los 70, al secuestrarlo, confinarlo en una prisión clandestina y torturarlo hasta el borde de la razón; y hoy, treinta años después, habría vuelto a ponerlo al filo de la locura.

Ojalá me levante hoy lunes para oír la noticia de que ha aparecido vivo.

Cuando vivimos en países como los nuestros, las noticias obligan a replantearnos cada día quiénes somos, y quiénes queremos ser.

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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