Marcelo Figueras
Llegó, ¡al fin!, el día por el que tantos esperamos casi veinte años.
¿Qué era de mi vida hace dieciocho años, cuando se estrenó la -hasta hoy- última película de la saga, Indiana Jones and the Last Crusade? Una verdadera catástrofe: acababa de separarme, trataba de salvar una complicadísima relación nueva, mi carrera estaba en ruinas y mi madre padecía una enfermedad fatal. Pero creo que incluso en esas circunstancias aciagas, los inconfundibles acordes de la música de John Williams me devolvían las ganas de interpretar mi vida como una epopeya -una que podía ser ganada en la hora clave, por más que el camino nos deparase tantos peligros, golpes y caidas como los que suele sufrir durante sus peripecias el doctor Henry Walton Jones Jr. -Indy, para los amigos.
Me hice devoto de la saga desde su debut. Raiders of the Lost Ark fue para mí un clásico instantáneo del género, uno de mis favoritos: era la perfecta mezcla de Gunga Din con Terry y los piratas, protagonizada por el héroe perfecto. Que quede claro: un héroe sólo es ‘perfecto’ -esto es, para la aventura que protagoniza- en tanto posea la justa proporción de fallas humanas. ¿Cuál sería la gracia de un héroe sabelotodo y todopoderoso? (Esta es una de las razones por las que Superman me inspira tan poco.) Pero Indiana Jones es deliciosamente falible: pagado de sí mismo, atolondrado y fóbico, sus triunfos se valoran precisamente porque le demandan elevarse por encima de sus muy comunes miserias.
Un cuarto de siglo después de aquel goce inicial, he llegado a un tramo de mi existencia en que puedo apropiarme de la inolvidable frase de Indiana en Raiders: yo también prefiero pensar mi vida en términos de millaje, antes que de edad. Esta noche me juntaré con mis hijas, con mi amiga Miriam y con sus propias hijas (Bruno, el hijo que está en camino, escuchará por primera vez la música de John Williams desde el vientre de su madre), para disfrutar en cofradía del esperado regreso de Indiana Jones.
Mañana les cuento si salimos enteros.