Marcelo Figueras
A la luz de los hechos de las últimas décadas uno tiende a pensar en Jerusalén como una ciudad desgarrada por el fanatismo. En buena medida lo es, tristemente. Pero leyendo A History of Jerusalem: One City, Three Faiths, de Karen Armstrong, comprendí que algunos hitos de su historia desmienten esa impresión, otorgando además razones para la esperanza.
La primera vez que el nombre aparece en la Biblia define a una ciudad que no es originaria del pueblo hebreo, sino de los jebusitas. Josué lleva adelante una exitosa campaña militar, pero no puede acabar con ellos. Finalmente acepta la realidad y alienta a sus tribus a convivir con los jebusitas en Jerusalén.
Los israelitas originales ni siquiera eran monoteístas. Creían en Dios, pero también en otros dioses. Y aun cuando se topasen con algunos en los que no creían, aceptaban sin problemas la existencia simultánea de otros cultos. Abraham fue célebre por su tolerancia al respecto. David también. Salomón construyó templos donde se adoraba a Astarté, a Milcom, a Chemosh. El Yahvé de los inicios era un dios difícil, pero la ética que promulgaba no dejaba margen a dudas sobre como comportarse con el otro: "Si un extraño vive contigo en tu tierra, no lo perturbes… Debes considerarlo uno de tus compatriotas y amarlo como a tí mismo -porque ustedes fueron extranjeros en Egipto alguna vez", se lee en Levítico 19,33.
El cristianismo de los comienzos también fue tolerante, al menos hasta las Cruzadas. Y Mahoma fue inequívoco en sus enseñanzas: musulmanes, judíos y los cristianos eran Hijos de Abraham y hermanos en ese tronco común, por lo tanto el respeto entre las confesiones era mandatorio. "Reflexionando sobre la actual, infeliz circunstancia -dice Armstrong-, se convierte en una triste ironía el hecho de que en dos ocasiones del pasado fuesen conquistas islámicas las que permitieron el regreso de los judíos a su ciudad sagrada. Tanto Umar como Saladino invitaron a los judíos a establecerse en Jerusalén cuando reemplazaron allí a las autoridades cristianas".
Por supuesto, también hubo persecuciones y genocidios en nombre de la(s) fe(s), una constante lamentable que une pasado y presente. Desde tiempos inmemoriales se recurre a los ingenieros para tratar de imponer una visión sobre otra. "Hace mucho ya que la construcción es un arma ideológica en la ciudad; desde la época de Adriano se convirtió en un medio para obliterar la tenencia de los moradores previos", dice Armstrong. La agresividad con que los asentamientos israelitas se expanden hoy por todo el territorio, levantando paredes a velocidad impensable, es una muestra de que esta política no ha pasado de moda: se trata de borrar al otro del espacio en que antes vivía, de impedirle reconocerse en el nuevo paisaje.
"Una cosa que enseña la historia de Jerusalén -dice Armstrong en el capítulo final- es que nada es irreversible". Entiendo que la esperanza parece insensata, pero el libro me sugirió que la tradición de tolerancia en Jerusalén ha sido mucho más larga y señera que la de la exclusión y la violencia. Aunque Armstrong no la señala en su obra, existe una línea de interpretación de acuerdo a la cual el nombre Jerusalén deriva de ‘shalom’, un término que suele traducirse como ‘paz’ -lo cual ya sería más que bastante- y que a la vez proviene de una raíz que significa ‘completud’. Nadie puede arribar a la paz, nadie puede considerarse completo, mediante la exclusión violenta del otro. Por algo en hebreo la palabra ‘kaddosh’, que designa lo sagrado, significa también ‘otro’.
Considerar sagrado al otro es el camino más corto hacia la paz duradera.