Marcelo Figueras
¿Qué es la locura, a fin de cuentas? La película Bug, de William Friedkin, escenifica uno de sus aspectos más escalofriantes. Basada en la obra teatral de Tracy Letts, uno de los dramaturgos más reputados de los Estados Unidos, Bug cuenta la desintegración de una mujer, interpretada por Ashley Judd en un dolorosísimo tour de force. Agnes (Judd) es una mujer de mediana edad que trabaja en un bar en Oklahoma. Su aparente sencillez y frivolidad enmascaran una historia traumática: un hijo perdido, un marido golpeador que está a punto de salir de prisión. El catalizador de su reacción química es Peter (estupendo Michael Shannon), un hombre tímido y sensible que llega a la habitación del motel en que Agnes vive de la mano de una amiga. En Michael, Agnes encuentra todo lo que se le ha escurrido entre los dedos: el hijo, el amante. El lento descubrimiento de que Michael es en realidad un enfermo mental, víctima de horrendas alucinaciones paranoicas -imagina que el Gobierno lo espía y controla, mediante insectos genéticamente alterados (en inglés se le dice bug tanto a un bicho como a un micrófono implantado en secreto) -, no le deja opción: amar a Michael supone de manera indefectible abrazar su locura.
Friedkin fue uno de los más grandes durante los años 70. Autor de El exorcista, Contacto en Francia, Vivir y morir en Los Angeles. Hoy en día se venera a Cronenberg, pero en aquel entonces nadie producía tanta inquietud como Friedkin. Pocas películas me pusieron más nervioso en la sala de un cine que Cruising. Según cuentan, la nociva mezcla de su propio ego, el desdén con que se salteó todas las normas -lo que los griegos llamaban hubris– y un adicción incontrolable por las drogas terminaron produciendo su caida. Bug es una película pequeña, pero que deja claro que el viejo está muy lejos de estar terminado. Claustrofóbica (de hecho trascurre casi toda en los ambientes que Agnes habita en el motel) e intolerable de ver en ciertos tramos, demuestra no sólo que Friedkin sigue siendo un gran narrador, sino además que sabe de qué habla. La locura es muchas cosas, seguramente, pero entre ellas es el triunfo de un relato. Cuando el mundo exterior se vuelve demasiado agresivo, hay gente que se abraza a otro relato, a otra historia, que quizás el resto considere delirante pero que a uno le permite resistir. Eso es en esencia: un acto de resistencia, una mente que se hunde en la clandestinidad para oponer al relato imperante otra realidad, una historia que para nuestra alma es más verdadera, que nos permite seguir latiendo mientras esperamos que la dictadura de la realidad sucumba -o que nos concede la libertad de elegir cómo sucumbir.