Marcelo Figueras
La condena a cadena perpetua del sacerdote Christian von Wernich, culpable de haber cometido delitos de lesa humanidad durante la dictadura, es un acontecimiento histórico. La reacción de la cúpula de su Iglesia ante la condena representa, en cambio, la pérdida de una oportunidad histórica. En lugar de aprovechar el hecho para practicar una autocrítica respecto de su actuación durante aquellos años (a diferencia de las jerarquías de los demás países que conocieron dictaduras en aquel tiempo, la argentina fue la única que colaboró activamente con la represión), los obispos cerraron la boca -o la abrieron tan sólo para pronunciar palabras lamentables.
Que el superior de von Wernich se haya negado a sancionarlo apenas conocida la sentencia me parece abominable. Es verdad que el obispo Martín de Elizalde se acogió a las leyes canónicas, que le conceden un margen de tiempo para dictaminar si se castiga o no a von Wernich. El hecho es que mientras tanto von Wernich puede seguir ejerciendo su ministerio. Leyes o no leyes, la simple imagen del cura consagrando la hostia y repartiendo la comunión (¿le dará la comunión a su compañero de celda Etchecolatz, el genocida contra quien Jorge Julio López testificó antes de ‘desaparecer’?), debería revolverle las tripas, a no ser que considere que ese sacramento dejó de ser, cuanto menos literalmente, sagrado. Una cosa es un cura falible como todos, y otra muy distinta es un cura que fue partícipe de secuestros, torturas y homicidios, según fue largamente probado ante una corte judicial.
He ahí un quid de la cuestión. ¿Qué es lo que ocurre en la cabeza de un hombre que consagró su vida a un Dios que es ante todo Amor (allí están los Evangelios diciéndolo con todas las letras: amarás a tu prójimo, pondrás la otra mejilla, todo lo que le hagas al último de tus hermanos me lo haces a Mí, etcétera etcétera), para que llegado el momento considere lícita, válida, justificable la violencia, hasta el punto de avalar que se despoje a alguien del valor sacrosanto de la vida?
Supongo que existen muchas respuestas -me encantaría oír las de ustedes, dicho sea de paso-, pero en este momento se me ocurre tan sólo una: la distancia que va de la palabra al hecho. Todos hemos sido sensibles en algún momento de nuestra vida a un ideal: religioso, político, social, estético, y está bien que así sea. El problema arranca cuando empezamos a ver de cerca lo que han hecho con esos ideales aquellos hombres y mujeres que nos anteceden. Si aquellos que encarnan el ideal sobre esta tierra (nuestros superiores en el escalafón que sea) nos prueban en la práctica que es posible hablar de amor y fomentar el odio con los hechos, o predicar democracia y practicar la ilegalidad y la injusticia, ¿qué les cabe a los que recién comienzan?
Por supuesto, siempre es posible rebelarse. Pero la rebelión es un acto creativo que lanza a quien lo prueba a un mar proceloso y desconocido. Resignarse e imitar, en cambio, es fácil y engendra seguridad. No hay acto menos creativo que el error, que el pecado; cuando incurrimos en una falta lo hacemos a sabiendas de que alguien ha fallado de la misma manera antes que nosotros.
Deberíamos rescatar las buenas palabras de las bocas llenas de mugre. Nos va la vida en ello.