Marcelo Figueras
Estaba yo en Alta Gracia, dos viernes atrás, cuando recibí un llamada en mi teléfono móvil exactamente a las ocho menos veinte de la noche. Era mi hija Milena desde Buenos Aires, y sonaba exultante: “¡Acabo de conseguir los dos libros! ¡Y me los vendieron antes de tiempo!” Los libros, como se imaginarán, eran dos ejemplares de Harry Potter and the Deathly Hallows, uno para Milena y otro para mi hija más grande, Agustina. Como Milena se apostó en la librería antes de tiempo –la hora de largada eran las 20, en tanto coincidía con la hora cero del nuevo día inglés-, el librero se apiadó de ella y le entregó los libros media hora antes.
Entre ese viernes y este último, viví una semana llena de situaciones de la siguiente calaña: recibo un mensaje de texto en mi teléfono, allí donde esté, que dice ‘¡Papá, se murió X!’ (No diré quién, por supuesto.) O atiendo el llamado indignado que me informa de otra muerte y de la inevitable tristeza. O me levanto en la madrugada para darme cuenta de que la luz del cuarto de mis hijas está encendida. O escucho abrirse la puerta con brusquedad, para convertirme en inmediato depositario de las nuevas vicisitudes de la historia. O escucho las protestas referidas a los graciosos de sus amigos que se envían entre sí pistas falsas o datos erróneos que se anticipan al final.
Para ser honesto, la saga de Potter nunca me convenció. Vi unas cuantas películas porque no me quedaba más remedio, y ni siquiera terminé el primero de los libros. Me parecía que combinaba gran cantidad de elementos de los que yo disfruto como escritor –los protagonistas niños, la magia, la lucha contra el Mal a gran escala- pero de una forma que no me terminaba de convencer: los ingredientes son todos sabrosos, pero la cocinera no da nunca con la clave de mi paladar. Ayer domingo, leyendo el artículo sobre el fenómeno Potter que escribió Mariana Enríquez para el diario Página 12, encontré un par de citas que más o menos reflejan mi sentir. Según Enríquez, Harold Bloom dijo: “La mente de Rowling está gobernada por clichés y metáforas muertas, ese es su único estilo”. A. S. Byatt escribió sobre la misma cuestión que el mundo de Potter es “un mundo secundario, hecho de temas derivados de todo tipo de literatura infantil, escrito para gente cuyas vidas imaginativas están confinadas a los dibujos animados y a mundos-espejo como los de los realities y los chismes de celebridades”.
Quizás los libros de Rowling no resistan un análisis profundo, pero los métodos de la crítica tradicional no agotan la forma en que uno puede juzgar un libro. Al menos para mí, hay otras cuestiones que también tienen enorme peso a la hora de decidir su valor. Este último viernes, pocas horas después de que Milena hubiese terminado la lectura de su libro saltando de manera literal, recibí un mensaje de texto suyo que me informaba que su alegría distaba de desvanecerse: “¡Estoy zarpadamente feliz!,” decía. Aquí en la Argentina, se dice que es ‘muy zarpado’ algo que ha roto el techo de todas las mediciones posibles, así que imagínense la dimensión aplicada a la felicidad de mi hija. Todavía conservo el mensaje, como se imaginarán. Y mi agradecimiento a J. K. Rowling. Cualquier escritor que consiga hacer de mis hijas personas zarpadamente felices se hará acreedor del mayor de mis respetos.
Mientras tanto aliento la esperanza de que, finalizado Potter, se enganchen con la trilogía His Dark Materials, de Philip Pullman. Por lo que llevo leído de The Golden Compass, que es su primer volumen, apunta a ser muy pero muy superior.