Marcelo Figueras
Ayer marzo 25 David Lean hubiese cumplido 100 años. Lo recordé por casualidad al chusmear el New Yorker, que incluía un artículo de Anthony Lane sobre el director de algunas de las más grandes películas de la historia del cine: Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago, El puente sobre el río Kwai. Citando la biografía de Kevin Brownlow, que me compré en la librería Ocho y Medio de Madrid, el crítico traía a colación estas palabras de Lean sobre su primera experiencia en un cine: "Yo consideraba esa luz como un niño piadoso reaccionaría ante un halo de luz en una catedral. Todavía pienso que se trata de una experiencia con algo de místico. Algo relacionado con cosas prohibidas y secretas". Aun en tiempo de pantallas tan electrónicas como pequeñas (Jon Stewart bromeó al respecto durante la entrega del Oscar, fingiendo ver Lawrence en la pantalla de su teléfono móvil), somos muchos los que todavía entendemos este éxtasis del rayo de luz en la sala oscura: se trata en efecto de un sentimiento místico, de comunión con lo sagrado y también con aquellos que nos acompañan en el viaje, conteniendo el aliento en ese útero que en esencia es el cine.
En tiempos tan devotos del artificio de cierto realismo -la estética del reality, de las imágenes ‘verdaderas’ captadas por las cámaras de los teléfonos que ahora abundan en los noticieros-, la grandeza de Lean es casi un artefacto de otro mundo. Pero aunque muchos pasaron por alto la fecha (el MOMA de New York dedicó una retrospectiva a Rex Harrison por los 100 años de su nacimiento, pero olvidó al hombre que lo dirigió en Blithe Spirit), imagino que somos unos cuantos los que, encerrados en las catacumbas de nuestro propio, privado culto, dedicamos ayer un rezo silencioso a la memoria del maestro -de la única manera posible: reviendo sus imágenes.
Lane recuerda que la célebre elipsis entre el fósforo y el desierto que es uno de los puntos más altos de Lawrence le cambió la vida a muchos, entre ellos a Steven Spielberg. ‘Lawrence, atascado en El Cairo a mitad de la Primera Guerra y consciente de la existencia de un lugar, no muy distante, en el que destino de varias naciones y el suyo propio llegará a fruición, levanta un fósforo encendido y lo sopla. Cortamos, sin más intermedio, al desierto en pleno amanecer, la lenta explosión de oro rojo en el filo del horizonte: Dios encendiendo el primer fósforo del día’. Con este uso tan simple como conmovedor del arte del montaje, David Lean inspiró a muchos que, desde entonces, al igual que aquel inglés perdido en un desierto del alma, seguimos preguntándonos a diario quiénes somos.