Marcelo Figueras
Caida la noche sobre Esslingen, Alemania, me quedo en mi habitación de hotel leyendo los primeros cuatro volúmenes del Tarzán dibujado por Harlod Foster entre 1931 y 1935.
Ha sido un buen día. Por la mañana, una lectura en público de La batalla del calentamiento (Das Lied von Leben und Tod, aquí) y una conversación con Sabine Giesberg, traductora del volumen. La preciosa sala de la librería LesArts -se escribe así en efecto, todo junto- está a tope, lo que ayuda a que uno se sienta más rock star que escritor. La gente es amabilísima, y la música de un grupo alemán llamado Tango Five nos levanta a todos los espíritus. Al final, mientras firmo libros me corto con el papel y mancho un ejemplar con sangre. Lejos de ofenderse, la dueña del libro regresa a los pocos minutos con una curita que ha conseguido para mí. Así es toda la gente aquí: amabilísima.
Esslingen am Neckar -o sea, sobre el río Neckar- es una ciudad de muñecas. A diferencia de la vecina Stuttgart, que ya ha comienzo del siglo pasado se destacaba por su perfil industrial, logró sobrevivir intacta a la lluvia de bombas. Por lo demás, los vecinos se han preocupado por mantener en forma a los bellos edificios que en el resto del mundo imaginamos alpinos. En el centro de su Markplatz sigue brillando su reloj astronómico , como lo ha hecho desde 1591; y por encima suyo un glockenspiel suena varias veces al día.
Siempre fui fan de Tarzán, desde muy pequeño. Me gustaban más los libros originales de Edgar Rice Burroughs que las películas (hoy las detesto a todas por igual, no hay una sola, ni siquiera Greystoke, que esté a la altura del original) y por supuesto las adaptaciones a historieta: Foster el primero, pero también Burne Hogarth y Russ Manning, cuyos dibujos compraba cada quincena en revistas mexicanas editadas por Novaro. Encontrar esta edición en Madrid fue una suerte. Pero esta noche, al comenzar la lectura, temo que no me sea posible el regreso al disfrute de la infancia con que contaba. La historia del primer volumen es errática, Foster persiste en ese extraño ‘traje’ que su predecesor Rex Maxon y el actor Elmo Lincoln le atribuyeron a Tarzán, una suerte de malla enteriza de leopardo con un único bretel -ridícula. Para colmo, por lealtad a su amigo el francés D’Arnot, Tarzán salva a un fuerte colonial francés del ataque de los locales. ¡Tarzán imperialista! El mundo y la experiencia me están complicando el goce de la aventura…
Por fortuna enseguida Tarzán ataca un barco esclavista y libera a los prisioneros, lo cual me reconcilia con su noción de la política. Y de inmediato se hace obvio que Foster empieza a tomarse en serio el asunto. Los dibujos mejoran y los argumentos también, Tarzán pierde la malla enteriza y gana su taparrabos de rigor. Siguiendo la línea más fantástica del original de Burroughs, que mete a Tarzán en recodos de Africa que atesoran dinosaurios y civilizaciones perdidas, el Hombre Mono lidia con un pueblo que conserva las tradiciones de los egipcios imperiales y después con un enclave vikingo. Es absurdo, pero no me importa. Lo he logrado. ¡Tengo diez años otra vez!
Las callejas de piedra están desiertas en Esslingen. La CNN dice en un titular que han hallado una canción perdida de Los Beatles.
¿Cuánto más feliz puedo ser, en la ausencia de mis seres queridos?