Marcelo Figueras
Entiendo cada película como un pequeño laboratorio revolucionario. Un grupo de gente, compuesto por personas a menudo antitéticas, se propone encontrar un territorio común para impulsar un proyecto que los identifique a todos en su justa medida. Por fortuna el cine superó ya noción constrictiva del director como autor único (basta de liderazgos mesiánicos), y por fortuna también sigue poniendo barreras a la dilución de la identidad de los creadores, sugerida por la anonimidad de internet.
Hace algún tiempo en el New Yorker, Terrence Rafferty atribuyó a Guillermo Arriaga las siguientes declaraciones: "Cuando oigo hablar de cine de autor, yo digo siempre cine de autores. El cine es un proceso colaborativo… Sería saludable que existiese un debate al respecto". No puedo estar más de acuerdo. A esta altura de la historia, la vieja teoría de que un film es hijo tan sólo de su director resulta tan absurda como pretender que una criatura es producto de un único progenitor, cuando se necesitan dos para procrearla y bastantes más para criarla como se debe.
Escribir para el cine me anima a exponer mi visión sin temer las visiones de otros; a escuchar más allá de los prejuicios; y a permitirme el coraje de cambiar. Desde que escribo guiones mis propios procesos como novelista se modificaron: ahora hago circular mis originales entre muchas manos, para prestarme a la prueba de fuego del disenso o de la incomprensión. Y mi trabajo sale fortalecido de esta instancia.
Desde que escribo para el cine me siento menos aislado como creador.
Su fragor me impulsó también a enfrentar realidades a las que, en la burbuja acustizada del escritor, había ignorado a pesar de que me perjudicaban. Los escritores no somos proclives a la conexidad, a la consciencia social y política, a la operativa gremial. Los cineastas de América Latina, en cambio, estamos obligados a defender nuestro quehacer a diario. Hablamos seguido, conspiramos contra la realidad, salimos a la calle a trasformarla. Luchamos contra molinos de viento, a menudo ayudados por subvenciones estatales que sin embargo no solucionan los problemas de distribución ni de exhibición.
Lo inexplicable es que nuestra combatividad se agote en las fronteras nacionales. Vivimos como si estuviésemos solos, como si nuestra problemática fuese única en el continente. Ahogados por nuestros problemas individuales, no terminamos de percibir que al uruguayo le ocurre lo mismo, y al brasileño, y al mexicano. Las películas que se hacen en un país raramente llegan a otro, a pesar de que cuentan historias que podrían ser compartidas, dado que nacen de situaciones similares. Nos sentimos felices cuando alguna major (las grandes distribuidoras de los Estados Unidos) compra nuestra obra, porque eso mejora sus chances en el estreno local; pero ignoramos, o preferimos no ver, que la misma major no hará esfuerzo alguno por estrenarla en otros territorios porque su prioridad será Harry Potter o cualquier otra de sus producciones.
La historia caliente nos envía señales que sería conveniente registrar. Los Estados Unidos construyeron un imperio a partir del lema haz lo que yo digo, mas no lo que yo hago. Por eso han defendido su producción cultural así como defienden la primacía de sus cultivos: de la manera más agresiva. Ellos son conscientes de que su producción artística es vital no sólo para otorgar trabajo a sus gremios específicos, sino para exportar además un modo de vida y los consumos que de él se derivan. El cine, la música y la TV de USA nos impusieron la omnipresencia del inglés, un modo de concebir la política, modas y modismos, productos alimenticios, el culto al automóvil e infinidad de otros usos que hoy nos resultan cotidianos; en este sentido, la cultura de USA funcionó como el Caballo de Troya de USA. Hoy que esta nación está jaqueada por los demonios que convocó en su auxilio, y que -de manera nada casual- su producción cinematográfica cayó en la peor de las mediocridades, se nos presenta una oportunidad única.
Deberíamos empezar, claro, por proteger nuestras democracias para que sus procesos no vuelvan a interrumpirse, como tantas veces durante el siglo XX: es imperativo que no empecemos de cero a cada tropiezo sino que avancemos, aunque sea con pasos pequeños. Y una vez establecida la velocidad crucero, implementar políticas culturales que ayuden a venderle al mundo nuestros películas y nuestros libros, del modo en que exportamos tequila, café o brotes de soja. Hechos como el apoyo al proceso democrático boliviano sugieren que nuestros gobernantes aprendieron el valor de la sinergia. A los artistas nos cabe la obligación de entendernos ya, para persuadir a nuestros Estados de que proteger y difundir el patrimonio cultural debe ser una política clave, un sablazo sobre el nudo gordiano de nuestras dependencias.
(Continuará.)