Marcelo Figueras
Corresponde aquí que realicemos la inversión de la pregunta: ¿tiene el cine algo que aportarnos a los novelistas, además de cheques abultados?
El cine es un maravilloso horizonte creativo para cualquier escritor. Cuando escribo una novela procedo como si fuese no sólo su ‘guionista’ (la analogía más natural entre ambas redacciones), sino también su productor, director, actores, fotógrafo, musicalizador y experto en efectos especiales. Esto me pone en una situación donde no existe más límite que el de mi talento: puedo concederme un presupuesto ilimitado y escribir y editar durante años, cosa que un director de cine real no suele estar en condiciones de hacer. Soy libre. Soy feliz. Nadie se mete conmigo. (Salvo la familia, por cierto, cuando reclama que baje de mi nube.)
Cuando hago cine debo realizar los hechizos cuya fórmula me había limitado a escribir sobre las páginas. A pronunciar los conjuros en voz alta, modificando el mundo real. Todo lo que había indicado debe volverse visible, encarnararse en formas, colores, sonidos. De la mezcla entre mis condiciones y mi suerte depende que mi destino sea el del aprendiz de brujo, que pierde el control de todo como Mickey en Fantasía… o el del brujo mismo. ¿Qué escritor puede resistir la tentación de convertirse en Primer Motor de un universo hasta entonces inmóvil? Es obvio que yo no.
Claro: mientras intento hacerlo, a diferencia de lo que ocurre cuando escribo una novela, todo el mundo se mete conmigo. El productor, para empezar. El director, si es que escribo para otro. Y los actores, y los técnicos, y los músicos, y los diseñadores… Esto significa no uno sino docenas de rompederos de cabeza. Pero yo siento que todos y cada uno de ellos valen la pena. ¿Por qué, si crear a solas es tanto más relajado? Tan sólo por lo siguiente: porque crear con otros me enriquece.
Si se tiene el tino de rodearse de colaboradores más talentosos que uno mismo, lo que resulta de presentarles nuestra visión y recibir su feedback es más rico que lo que uno había imaginado por las suyas. Me encanta crear un mundo a partir de la nada; pero disfruto tanto o más cuando la gente con quien me asocio ve cosas de ese mundo en las que yo mismo no había reparado, o me propone instancias superadoras. La idea original se espesa a punto de caramelo, adquiere texturas y sonoridades impensadas. Ya no se trata de una fantasía solipsista, sino de un universo compartido. Y ese juego es, al menos para mí, un placer irrenunciable. Jugar solo está muy bien, pero jugar con otros es simplemente genial.
Eso es lo que el cine aportó a este escritor, más allá de otro continente para sus historias: la sensación del proyecto colectivo. Ahora entiendo el sentido del brevísimo poema de Muhammad Ali: me, we. Yo, nosotros. Gracias al cielo: de no ser por el cine, quizás habría caido en la tentación de esta ‘literatura del yo’ que está de moda entre tantos escritores… Pero habiendo crecido en un país estrangulado por una dictadura, salir de la burbuja donde me habían confinado se convirtió en una necesidad. Durante décadas, la dictadura y los gobiernos democráticos que la sucedieron aplicaron un plan de concentración de la riqueza y exclusión de las mayorías que requería, como condición sine qua non, desalentar toda iniciativa colectiva, toda intención de crear algo -empresa, política, medio de comunicación, obra de arte- en compañía de otros. El cine me enseñó que una creación a varias voces era, además de deseable, posible. Y hoy es más posible que nunca, gracias a la difusión de la tecnología digital.
(Continuará.)