Marcelo Figueras
Leí The Old Curiosity Shop, de Charles Dickens, durante mi tour por Alemania. (Trenes y más trenes, puntualísimos todos…) Las sensaciones que me produjo fueron tan fuertes desde las primeras páginas que se me ocurrió escribir un post que se llamase algo así como Reading in progress, y que registrase lo que a uno le ocurre ya no al final del libro, sino durante el proceso mismo de la lectura. Una manera de compartir el viaje, expresando más las emociones originales que la elaboración posterior disfrazada de crítica. La dinámica de la gira me impidió concretar esa idea, pero aquí estoy. Hace algunos días que terminé la novela, y todavía sigo viviendo en un mundo que le debe mucho a sus claroscuros.
The Old Curiosity Shop fue una de las obras más populares en vida de Dickens. Famosa es la anécdota de la multitud que se apiñaba en los muelles americanos en espera del barco que traía la última entrega, desesperados por saber si la pequeña Nell moría o no. Al mismo tiempo Shop es de sus novelas más maltratadas por la crítica, que se lo reprocha todo, empezando por los excesos en la pintura de sus personajes: desde la bondad ultraterrena de Nell a la maldad de Quilp, expresada a simple vista en la deformidad de su cuerpo y de sus facciones. No puedo decir que no entiendo la objeción. Esta exasperación de la naturaleza humana en direcciones tan contrapuestas estuvo entre las cosas que me sacudieron de inmediato. Pero, Dickens siendo Dickens, la vividez de sus personajes (en especial, debo decir, de los más cuestionables: Quilp, Dick Swiveller, Sally Brass) termina imponiéndose a las cejas arqueadas y el mecanismo del melodrama nos involucra en su avance inexorable.
A simple vista, tanto Nell como Quilp se ven como exageraciones. Cualquier escritor moderno intentaría añadirles grises, para que pareciesen más verosímiles. Y sin embargo yo conozco gente real de un corazón tan abnegado como el de Nell (no olvidemos que se trata de una niña) y también sé de personas detestables y retorcidas, que disfrutan haciendo daño tanto o más que el homúnculo de la novela. La verdad humana que está en la raíz de ambos personajes ‘extremos’ es tan real, que por eso mismo se vuelven convincentes -e inolvidables. En especial Quilp, que a pesar de respirar perfidia se me antoja más humano que muchos humanos de carne y hueso que conozco. Imagino que la muerte opaca y casi burocrática que Dickens le dispensa es una expresión de culpa, por haberlo hecho vívido al punto de robarse una novela que siempre concibió como patrimonio de Nell.
Si tienen ganas de reír mucho, de indignarse como perros y de emocionarse profundamente, consíganse un ejemplar de The Old Curiosity Shop. Después de todo cualquier ficción supone la suspensión de la incredulidad. No hay novela que no sea un teatro de sombras, y aquellas formas que Dickens proyecta le hablan todavía hoy a la tectónica más profunda de nuestras almas.