Marcelo Figueras
Si no recuerdo mal conocí a Pablo Ramos en una reunión social, llena de escritores, hors-d’oeuvres y editores de diversas partes del mundo. Todavía no había leído nada suyo, aunque sabía de la repercusión que había obtenido su primera novela, El origen de la tristeza. (Dicho sea de paso, que buen gusto tiene Ramos para los títulos. Su nuevo libro se llama La ley de la ferocidad. Me saco el sombrero.) Lo cierto es que nos pusimos a conversar. Enseguida percibí que los carriles de la charla diferían de aquellas que había sostenido, y todavía sostendría, durante el curso de aquella velada. Se parecía mucho a las conversaciones que uno entabla con la gente real, quiero decir aquella que no forma parte del este extraño submundo de las letras, o por lo menos no parece consumida por sus reglas no escritas y sus códigos de pertenencia. Hablamos de cosas de la vida, nos reímos bastante sin necesidad de burlarnos de nadie. Me quedé con la convicción de que Ramos no se parecía a ninguno de los escritores de mi generación que yo conocía. Eso me pareció razón más que suficiente para abalanzarme sobre sus libros.
Con los libros llegó la leyenda. La cuestión de su rumbo errático, de sus excesos, de sus alzas y bajas en la selva del capitalismo, de su tardío descubrimiento de la literatura. No puedo dar fe de la verdad de ninguna de esas historias, pero sí puedo avalar el hecho literario. Ya me caía bien Ramos antes de leerlo, y cuando descubrí que en efecto se parecía a sus libros –quiero decir que yo podía encontrármelo entre sus páginas, que leerlo era casi como conversar con él, u oírlo pensar-, me cayó todavía mejor.
El origen de la tristeza hila tres cuentos para obtener una novela preciosa. El niño Gabriel saqueando tumbas para comprarle un regalo a su madre, el dantesco paseo por el cementerio, el arroyo en llamas, el país que se desintegra mientras el padre es expulsado del paraíso, Gabrielito envenenando a los peces con ralladuras de estaño. Me encontré en esas páginas con parte significativa de nuestra experiencia como sociedad, como familias, como individuos, con toda su gracia y todo su dolor, convertida en literatura, y redimida por obra de esa misma conversión. No sé qué buscan ustedes cuando leen ficción, pero cuando yo leo autores contemporáneos lo mínimo que espero es que se hagan cargo del tiempo que vivimos, de nuestra circunstancia. Aunque la historia transcurra en una galaxia muy lejana, sé que no hay manera de ocultar la ferocidad de la era y del lugar que nos tocó en suerte; a no ser, claro está, que exista en el escritor la intención inequívoca de escamotearse, y por ende de escamotearnos, el dolor –y en consecuencia de privarnos de la gloria a la que sólo se accede a través de su laberinto.
Cuando supe que La ley de la ferocidad retomaba al personaje de Gabriel ya adulto, me froté las manos. Tenía ansiedad por saber qué había sido de aquel Gabrielito que envenenó la pecera en un gesto inútil de revancha hacia el mundo, ese mismo mundo que, de puro jodido que se ha vuelto, condena a casi todos nuestros gestos a la inutilidad. (Quizás debería decir: empezando por la literatura.) Pero nada de lo que sabía y había leído de Pablo me preparó para la ordalía de su lectura. La ley de la ferocidad es una de las novelas más intensas de la literatura argentina, el equivalente narrativo de la escucha o de la visión de The Wall. Si el libro no tuviese la perfecta tapa que tiene, con ese boxeador enclenque disparando golpes a la nada, le quedaría bien una imagen del disco de Pink Floyd, aquel dibujo de la cara que atraviesa el muro de puro porfiada, su boca deformada por un grito interminable.
Así como el Facundo arranca con la invocación de una sombra terrible, La ley de la ferocidad evoca otra, la del padre de Gabriel, que muere para que la novela comience. A partir de allí son casi cuatrocientas páginas de un trip infernal (porque ya no basta con pasear por los cementerios, ahora se trata de ir hasta el fondo de verdad), durante el cual Gabriel, e imagino que por extensión también Pablo Ramos, se enfrentan a sus demonios sin hurtarle el cuerpo a nada. He ahí una de las características de su narrativa: se trata de historias de cuerpo presente (como el velorio del padre de Gabriel, dicho sea de paso), en las que el protagonista no especula ni arguye ni conjetura sino que se lanza como bólido por la vida, un alma que juega a los autitos chocadores, probándolo todo y golpeándose contra cada cosa no por simple torpeza, sino porque el dolor se le ha convertido en la única garantía de su sensibilidad: me duele, luego existo. (La ley de la ferocidad podría llamarse también El club de la pelea, sólo que en este caso se trataría de un club de uno: lo que empieza como Gabriel versus el mundo se revela pronto Gabriel versus Gabriel.)
Algo en la novela me remitió a Jean Genet, al ‘San Genet’ del Milagro de las rosas, seguramente por esa búsqueda común de lo sagrado en la mugre, de la santidad en la autodegradación: aquel que reciba humillación será ensalzado, dicen los Evangelios, y Genet y Pablo Ramos se toman la frase al pie de la letra. Cuántas veces nos convertimos en víctimas de falsas opciones, nos engaña el discurso político imperante, nos embauca el idioma, nos dice que el dilema es matar o morir. ¿Por qué así, por qué supeditar mi supervivencia a la muerte de alguien, o de algo? En una escena sublime Gabriel compra harina y veneno para ratas y hace dos panes, un pan limpio, de la vida, y un ponzoñoso pan de la muerte, descubriéndose incapaz de identificarlos una vez salidos del horno. A nosotros nos pasa igual, perdemos la capacidad de diferenciar lo que los alimenta de lo que nos mata, el dolor nos convence de que las dicotomías que nos han vendido son reales, Gabriel mismo se traga el anzuelo hasta el fondo, “voy a intentar matar algo que me está matando”, dice antes de lanzarse de cabeza a una sobredosis. Yo que suelo reclamarle intensidad a nuestros escritores, tuve que hacer un esfuerzo para seguir leyendo. Hacía mucho tiempo que un texto no desafiaba de esa manera mi capacidad de tolerar el dolor, propio o ajeno.
Pero seguí leyendo, porque ese deseo de hacerse cargo del dolor, de no hurtarle el cuerpo a la experiencia de estar vivo, me sugería que algo maravilloso estaba por ocurrir. Y al fin ocurre. Gabriel llega al fondo y rebota hacia arriba, con lentitud, desgarrándose siempre. Comprende que su padre no era esa sombra terrible, apenas un hombre al que nadie le enseñó a sentir, y que a pesar de todo, llegado el momento, se animó a bajar a los infiernos como Orfeo, ofreciéndolo todo a cambio de la vida de su hijo. En todo caso, el llanto que Gabriel está buscando y que parece no llegar nunca del fondo del alma no es sólo llanto por la pérdida del padre, sino también del país que se fue con él. La opción ya no es civilización o barbarie, como en los tiempos del Facundo, de aquella otra sombra que Sarmiento encontraba verdaderamente terrible, al intuirla terriblemente verdadera. La opción ya no es esa, decía, porque ya no queda opción. Ahora hay sólo barbarie, somos víctimas a diario de los bárbaros, y el único momento en que tratamos de dejar de serlo es aquel en que nos compramos lo de matar o morir y salimos a pedir mano dura o a votar a los que excluyen, a los que se encierran en sus mansiones convencidos de que la peste roja se ha quedado afuera; no conocemos otra manera de dejar de ser víctimas de los bárbaros que convertirnos en ellos, o por lo menos en sus socios, en sus cómplices. Vivimos como kapos, en campos de concentración que coinciden con los límites de nuestras ciudades, convencidos de que la vida de los demás es un precio justo a pagar a cambio de la mía.
Cuando está en el fondo, Gabriel encuentra un juguete. La máquina de escribir de su abuelo, que como la vida misma escribe con tinta roja. Y se pone a jugar. “Escribir para no pensar en nada,” teclea, y después teclea otra frase más, que sería un comienzo maravilloso para cualquier libro: “¿Había una vez qué? Escribir porque una vez hubo algo y ahora no hay nada,” dice. Gabriel comprende al escribir que la batalla no es contra su padre ni contra sí mismo, la batalla hay que darla contra esta nada que se devoró primero al país y después a los suyos, esa misma nada que ahora amenaza a su propia vida, y por ende la de sus propios hijos. Escribiendo, Gabriel encuentra el antídoto perfecto contra tanta muerte. Porque la nada se lo está devorando todo, pero al teclear Gabriel llena la nada original de la página en blanco de cosas, de ideas, de recuerdos, de vómito, de bromas, de vida, de deseos, una acumulación que línea tras línea y sangría tras sangría se va convirtiendo en algo más grande que sus partes, en lo único que nunca resulta inútil: esto es, en belleza. Es el mismo pedido que Genet eleva al cielo en el Diario de un ladrón: “¡Oh, no me dejes ser ninguna otra cosa que no sea la belleza misma!
Le guste o no a muchos, escribir es siempre un sucedáneo –nunca excluyente, pero sucedáneo de todas formas- de vivir. Lo que me conmueve de La ley de la ferocidad es esa lucidez que le permite a Pablo Ramos entender que todos amasamos el pan de la muerte con nuestras propias manos, pero que simultáneamente amasamos siempre otro pan. Lo que hacemos con el pan ponzoñoso es distinto en cada uno: a veces nos lo comemos entero, a veces se lo damos a los nuestros, a veces probamos tan sólo una migaja o se lo damos a las palomas, como hace Gabriel. Lo bueno es que en caso de sobrevivir nos queda el otro pan, aquel que nos demuestra que con casi los mismos ingredientes podemos fabricar otra cosa, convertir la mugre –la muerte- en belleza.
Eso es lo que hace Pablo Ramos en este libro. Que tiene un título magnífico, como ya he dicho, pero que ojalá se llamase El fin de la tristeza.